ALFILER IMPERDIBLE (1.000 años a.C., Europa central)

 

En el moderno alfiler imperdible, la punta queda totalmente oculta en una funda metálica, pero su antecesor tenía la punta resguardada, aun­que quedaba algo expuesta, en un alambre curvado. Este dispositivo en forma de U tuvo su origen en Europa central hace unos tres mil años, y representó el primer perfeccionamiento importante sobre el alfiler recto. En las excavaciones se han encontrado varios ejemplares.

 

Alrededor de 3.000 años a.C., los sumerios ya habían fabricado alfileres rectos de hierro y hueso, y hay textos sumerios que también revelan el uso de agujas con ojo para coser. Tras examinar dibujos y artefactos hallados en viejas grutas, los arqueólogos llegan a la conclusión de que incluso pueblos más antiguos, que vivieron hace unos diez mil años, ya utilizaban agujas fabricadas con espinas de pescados y horada­das en su parte superior o en el centro para recibir el hilo.

 

En el siglo VI a.C., las mujeres griegas y romanas se sujetaban las túnicas a la altura del hombro con una fíbula. Ésta era una aguja inno­vadora cuya parte media formaba una espira y producía tensión, faci­litando una sujeción y una abertura a base de muelle. La fíbula era un paso más en dirección al moderno alfiler imperdible.

 

En Grecia se empleaban alfileres rectos como joyas, y unos “estile­tes” de marfil y de bronce, para adornar cabellos y ropas, que medían de doce a quince centímetros. Aparte los cinturones, los alfileres se mantenían como accesorio predominante para sujetar las prendas de vestir, y cuanto más complejo se tornaba el atuendo, más numerosos eran los alfileres de sujeción que requería. Un inventario de palacio en el año 1347 anota la entrega de doce mil alfileres para el guardarropa de una princesa francesa.

 

No es sorprendente que a menudo escaseara el suministro de agujas fabricadas a mano. La escasez disparaba los precios, y casos hay en la historia de siervos a los que se hicieron pagar impuestos a fin de que sus señores feudales dispusieran de dinero para alfileres. A fines de la Edad Media, a fin de remediada escasez de agujas y atajar su despilfa­rro y acaparamiento, el gobierno británico promulgó una ley que per­mitía a los fabricantes poner a la venta sus artículos tan sólo en deter­minados días del año. En tales días, mujeres de todos los estamentos sociales, muchas de las cuales habían ahorrado asiduamente “para al­fileres”, afluían a las tiendas para adquirir estos artículos relativa­mente caros. Cuando el precio de las agujas bajó en picado a conse­cuencia de la producción masiva que permitían las máquinas, la locución “dinero para alfileres” quedó igualmente devaluada y vino a significar “dinero de bolsillo para la esposa”, es decir, una cantidad mínima.

 

 

BOTÓN (2.000 años a.C., sur de Asia)

 

Los botones no fueron al principio elementos sujetadores para las prendas de vestir. Se trataba de discos decorativos que, a modo de joyas, se cosían en las ropas de hombres y mujeres. Y durante casi 3.500 años mantuvieron su carácter puramente ornamental, ya que agujas y cinturones se consideraba que bastaban para mantener en su debido lugar las ropas.

 

Los más antiguos botones decorativos datan de 2.000 años a.C., aproxi­madamente, y fueron exhumados en excavaciones arqueológicas efec­tuadas en el valle del Indo. Consisten en conchas de diversos molus­cos talladas en formas circulares y triangulares, y perforadas con dos agujeros para coserlas a la prenda de vestir.

 

Los antiguos griegos y romanos utilizaron botones de concha para adornar túnicas, togas y mantos, e incluso unieron botones de madera a alfileres que se fijaban a estas prendas como un broche. En yaci­mientos arqueológicos europeos se han recuperado botones de marfil y hueso labrados, muchos de ellos revestidos de oro y con gemas in­crustadas, pero en ningún lugar, ilustración, texto o fragmento de ves­timenta se encuentra la menor indicación de que un sastre de la Anti­güedad concibiera la idea de oponer un botón a un ojal. No es sorprendente que el nombre «botón» no apareciera hasta el siglo XIII.

 

 

OJAL

 

La práctica de abotonar una prenda se originó en la Europa occidental, y ello por dos razones. En el siglo XIII, las ropas holgadas y flotantes empezaban a verse sustituidas por otras más estrechas y ajustadas. Por sí solo, un cinturón no podía conseguir este efecto, y si bien podían hacerlo los alfileres; se requería gran cantidad de ellos, y a menudo se extraviaban. Con los botones cosidos, desaparecía el problema cotidiano de encontrar me­dios de sujeción al vestirse.

 

La segunda razón para la aparición de botones con ojales tiene que ver con las telas. En aquella misma época, se utilizaban tejidos más fi­nos y delicados para las prendas de vestir, y éstos se estropeaban con la repetida penetración en ellos de los alfileres.

 

Y así surgió el moderno botón funcional, que dio toda la impresión de querer compensar con exceso el tiempo hasta entonces perdido. Los vestidos iban abiertos simplemente desde el cuello hasta los tobi­llos, a fin de poder utilizar toda una larga hilera de botones para ce­rrarlos, y se dejaban aberturas en los lugares menos prácticos como a lo largo de las mangas y de las piernas, tan sólo para poder exhibir boto­nes que realmente abrochaban. Y los botones se cosían muy conti­guos (hasta doscientos para abrochar un vestido de mujer), lo que era un obstáculo a la hora de desnudarse. Si ia búsqueda de alfileres extra­viados consumía largo tiempo, abotonar las prendas no podía consi­derarse una operación rápida.

 

Estatuas, grabados y pinturas de los siglos XIV y XV atestiguan la manía de los botones, y la moda alcanzó su apogeo en el XVI, cuando se cosieron a las ropas botones de oro y plata, así como adornados con piedras preciosas, con fines meramente decorativos, como se había hecho antes de la creación del ojal.

 

En 1520, Francisco I, rey de Francia y constructor del castillo de Fontainebleau, encargó a sus joyeros 13.400 botones de oro que fue­ron cosidos a un solo vestido de terciopelo negro. El motivo fue un encuentro con Enrique VII de Inglaterra, celebrado con gran pompa cerca de Calais, y en el que Francisco buscó en vano una alianza con Enrique. El propio Enrique VII se enorgullecía de sus valiosos botones, que ostentaban los mismos dibujos que sus anillos. La botonadura y los anillos a juego fueron reproducidos en los retratos por el pintor ale­mán Hans Holbein.

 

La manía de los botones ha tenido cierto paralelo en el siglo XX, en la década de 1980, aunque con los cierres de cremallera gozaron de una popularidad temporal pantalones y camisas con cremalleras en los bolsillos, brazos y piernas, y otras muchas cremalleras que se abrían o cerraban sin ninguna finalidad concreta.

 

 

ABOTONARSE A LA DERECHA Y A LA IZQUIERDA

 

Los hombres se abrochan sus ropas de derecha a izquierda, y las mujeres de izquierda a derecha. Estudiando retratos y grabados de prendas con botones, los historia­dores de la moda hacen remontar esta práctica al siglo XV, Y creen comprender su origen. Las mujeres que podían costearse los caros botones de la época eran vestidas por sirvientas y camareras, en su mayoría diestras, que al en­contrarse los botones de frente consideraban más fácil abrochar las ropas de sus señoras si botones y ojales estaban cosidos como si los mi­rasen a través de un espejo. Las modistas se mostraron de acuerdo, y esta convención nunca ha sido alterada ni discutida.

 

 

CREMALLERA (año 1893, Chicago)

 

La cremallera no tenía ningún antecedente antiguo, ni se originó a consecuencia de un súbito chispazo de ingenio. Surgió de una larga y paciente pugna tecnológica, y se necesitaron veinte años para trans­formar la idea en una realidad de mercado, y otros diez años más para persuadir a los compradores. Y la cremallera no fue concebida para competir con los botones, sino como dispositivo para cerrar las botas altas, sustituyendo los largos cordones y los ojetes de fines del si­glo XIX.

 

El 29 de agosto de 1893, un experto mecánico que vivía en Chi­cago, Whitcomb Judson, consiguió una patente para un “cierre con grapas”. En la época, no existía en los archivos del registro de paten­tes algo que se pareciera, ni remotamente, al prototipo de cremallera de Judson, pero ya se utilizaban dos cierres con grapas: uno en las bo­tas de Judson y otro en las de su socio comercial Lewis Walker.

 

Aunque Judson, que poseía una docena de patentes para motores y frenos de ferrocarril, ya se había forjado una reputación como inven­tor práctico, no consiguió interesar a nadie en su cierre. Éste era un dispositivo de aspecto impresionante: consistía en una secuencia li­neal de cierres a base de gancho y ojete, más parecido a un aparato medieval de tortura que a un accesorio moderno destinado a econo­mizar tiempo.

 

Para suscitar interés, Judson exhibió su cierre en la Exposición Mundial de Chicago en el año 1893, pero los visitantes que en número de veintiún millones desfilaron por los terrenos del certamen se concen­traron ante la primera rueda eléctrica Ferris, y ante el seductor espec­táculo “Coochee-Coochee”, en el que intervenían la bella bailarina Little Egypt con sus danzas del vientre. La primera cremallera del mundo fue ignorada.    .

 

La firma de Judson y Walker, la Universal Fastener, recibió un pe­dido del Servicio de Correos de los Estados Unidos, para veinte sacos de correo provistos de cremallera, pero las cremalleras se atascaban con tanta frecuencia que estos envases fueron retirados. Aunque Jud­son siguió introduciendo mejoras en su invento, quien de veras lo per­feccionó fue otro inventor: el ingeniero sueco-americano Gideon Sundback. Abandonando el sistema de ojete y gancho de Judson, Sund­back produjo en el año 1913 un dispositivo más pequeño, ligero y fiable, que fue la moderna cremallera, y los primeros pedidos de ella procedieron del Ejército de los Estados Unidos, para su uso en ropas y equipos du­rante la primera guerra mundial.

 

En el hogar, aparecieron cremalleras en botas, cinturones para di­nero y bolsas para tabaco, pero hasta el año 1920 no empezarían a aplicarse a las ropas de paisano. Las primeras cremalleras no alcanzaron la popularidad. La crema­llera metálica solía oxidarse y, por tanto, había que descoserla antes de lavar una prenda, para coserla de nuevo cuando ésta ya estaba seca. Otro problema se relacionaba con la educación del público, pues, a diferencia de la inserción de un botón en un ojal, operación que hasta un chiquillo dominaba de inmediato, el funcionamiento de una cre­mallera no resultaba obvio para los no iniciados. Las prendas con cremallera se acompañaban con pequeños manuales de instrucciones sobre el funcionamiento y mantenimiento del nuevo dispositivo.

 

En el año 1923, la B. F. Goodrich Company presentó botas de goma con los nuevos “sujetadores sin ojetes”, y al propio Goodrich se atribuye haber acuñado el nombre onomatopéyico de “zipper”, basado en el ruido que hacía con sus botas al cerrarlas. Goodrich dio a su nuevo producto la denominación de “Zipper Boots” y encargó 150.000 cremalleras a la Hookless Fastener Company, que más tarde cambiaría su nombre por el de Talon. Aparte el nombre, la creciente fiabilidad y su resistencia a la oxidación contribuyeron considerable­mente a popularizar las cremalleras.

 

Debidamente oculta, la cremallera era ya un elemento común de sujeción a fines de los años veinte, y se convirtió en accesorio de la moda, por derecho propio, en 1935, cuando la famosa modista Elsa Schiaparelli presentó una colección de modelos de primavera que The New Yorker describió como “pletórica en cremalleras”. Schiaparelli fue la primera diseñadora de modas que presentó cremalleras de dife­rentes colores, otras de gran tamaño y otras más que eran tan sólo de­corativas y no funcionales.

 

Tras una lenta gestación y años de rechazo, la cremallera se abrió camino en todos los artículos, desde los estuches de lápices hasta los más complicados trajes espaciales. Desgraciadamente, Whitcomb Jud­son, que concibió la idea original, falleció en el año 1909, convencido de que su invento jamás encontraría una aplicación práctica.

 

 

VELCRO (año 1948, Suiza)

 

Durante varias décadas, pareció que ningún invento podría amenazar la segura posición conquistada por la cremallera en la industria de la confección. Pero un día apareció el Velcro, resultado del intento de un hombre de crear “erizos” sintéticos, semejantes a las pequeñas bo­las adhesivas producidas por las matas de cardenchas.

 

Durante una excursión alpina en el año 1948, el montañero suizo George de Mestral se sintió molesto a causa de las cardenchas que se adherían continuamente a sus pantalones y calcetines, pero al arrancadas com­prendió que tal vez fuera posible producir un dispositivo de cierre ba­sado en aquellas bolas erizadas de púas para competir con la crema­llera, y acaso superada en muchos aspectos.

 

Actualmente, un elemento de sujeción Velcro consiste en dos tiras de nailon, una de ellas con millares de diminutos ganchitos, y la otra con pequeñísimos “ojos”. La presión de una tira contra la otra engan­cha los primeros en los segundos. Sin embargo, el perfeccionamiento de esta idea exigió diez años de trabajo.

 

Los expertos de la industria textil a los que Mestral consultó frun­cieron las cejas ante la idea de unos “erizos” sintéticos, y sólo uno, un tejedor en una fábrica de Lyon, creyó factible la propuesta. Traba­jando a mano con un telar especial de pequeño formato, consiguió producir dos tiras de tela de algodón, una con ganchitos diminutos y la otra con unos ojales todavía más pequeños. Al apretarse entre sí, las tiras se adherían sólidamente y permanecían unidas hasta que se ti­raba de ellas para separadas.

 

Crear el equipo necesario para reproducir la delicada labor manual del tejedor exigió avances tecnológicos. El algodón fue reemplazado por el nailon, más duradero, ya que abrir y cerrar repetidamente las ti­ras desgastaba los blandos ganchitos y ojales. Se consiguió un progreso importante cuando Mestral descubrió que el hilo de nailon, tejido bajo la luz infrarroja, se endurecía y formaba unos ganchos y ojetes casi indestructibles. A mediados de la década de 1950, ya era realidad la primera cinta adhesiva de nailon, y como nombre registrado Mes­tral eligió “vel”, de “velours”, terciopelo, simplemente porque le gustaba el sonido de esta palabra, y “cro”, de “crochet”, en francés ganchillo.

 

A fines de los cincuenta, los telares fabricaban ya sesenta millones de metros de Velcro al año, y aunque éste no llegó a sustituir a la cre­mallera, como esperaba Mestral, encontró diversas aplicaciones simi­lares, como cerrar cámaras de corazones artificiales, asegurar piezas de equipo en zonas del espacio exentas de gravedad y, desde luego, cie­rres para vestidos, bañadores y pañales. La lista es interminable, aun­que no tanto como en su día previó George de Mestral.