Pedro Valdo
de comerciante a predicador

 

La conversión de Pedro Valdo


De Anonymous Chronicle, escrita alrededor de 1218 y traducido por J. H. Robinson,  (Lecturas en la historia europea, Boston: Ginn, 1905), pp. 381-383

Durante aquel mismo año, el de 1173 después de la Encarnación del Señor, vivía en Lyon de Francia cierto ciudadano, por nombre Waldo, comerciante que se había enriquecido a través de la usura. Un domingo, viendo una muchedumbre reunida alrededor de un predicador, se acercó y quedó fuertemente impresionado por sus palabras, de tal forma que, llevándolo a su casa, lo escuchó largamente.

El pasaje que leía era el de san Alexis, quien murió santamente, [desconocido y acogido como mendigo], en la casa de su propio padre.

A la mañana siguiente este respetado ciudadano se apresuró a ir a las escuelas de teología para buscar consejo para su alma, donde le enseñaron muchas maneras de ir a Dios. Preguntó al maestro cuál era la manera más segura y más perfecta de todas. El maestro le contestó con este texto: Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tengas...

Entonces Waldo se fue a su esposa y le dio a elegir entre conservar sus riquezas o sus propiedades inmobiliarias, a saber, las charcas, las arboledas y los campos, las casas, los alquileres, los viñedos, los molinos, y los derechos de pesca. No contenta de verse obligada a una tal elección, eligió las propiedades inmobiliarias.

A continuación, Pedro Waldo de su riqueza personal restituyó a los que había tratado injustamente, entregó una parte de ella a sus hijas pequeñas, a las cuales, sin el conocimiento de su madre, las puso en el monasterio de Fontevrault [monasterio mixto, de hombres y mujeres, fundado por Roberto de Abrissel], y repartió a los pobres la mayor parte de su dinero.

Un hambre muy grande oprimía entonces Francia y Alemania. El respetado ciudadano, Waldo, dio pan, verdura y carne a todo el que acudió a él, tres veces por semana, desde Pentecostés hasta la fiesta de San Pedro Ad Vincula.

En la Fiesta  de la Asunción de la Bienaventurada Virgen, repartiendo dinero entre los pobres de la aldea, gritó: Ningún hombre puede servir dos amos, a Dios y a Mammon. Entonces sus conciudadanos lo detuvieron, pensando que había perdido la razón. Pero subiéndose a un lugar más alto, dijo: Conciudadanos y amigos, no estoy loco, como pensáis, sino que solamente me estoy vengando de mis enemigos, que me hicieron un esclavo, de modo que tuviera siempre más cuidado del dinero que de Dios, y sirviera a la criatura más que a su Creador. Ya sé que muchos me culparán por actuar así abiertamente. Pero lo hago por mi propio interés  y por el vuestro; en el mío, de modo que aquellos que me vean a partir de ahora poseyendo algún dinero digan que soy un loco; en el vuestro, para que aprendáis a poner la esperanza en Dios y no en los ricos

Al día siguiente, saliendo de la iglesia, pidió a un ciudadano, que había sido su camarada, que le diera algo de comer por el amor Dios. Su amigo, conduciéndolo a su propia casa, le prometió:Te daré lo que necesites mientras yo viva.

Cuando esto llegó a conocimiento de su esposa, se llenó de preocupación, y como si hubiera perdido su juicio, se dirigió al arzobispo de la ciudad y le imploró que no permitiera que su marido mendigara el pan de nadie, sino sólo de ella. Esto conmovió a todos los presentes

[ Waldo fue conducido a la presencia del obispo.] Y la mujer, agarrando a su marido por la garganta, dijo: ¿No es mejor, marido, que yo redima mis pecados dándote limosnas a que lo hagan los extraños?

Y a partir de aquel día no se le permitió tomar alimento de nadie de la ciudad, excepto de su mujer.

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(c)Paul Halsall, enero de 1996
halsall@murray.fordham.edu 

Esta conversión llamó la atención y provocó preocupaciones y dudas en la jerarquía. La verdad es que no faltaban motivos. En el decurso del siglo XI, pero sobre todo a principios del XII, los predicadores itinerantes declaraban que la práctica de la pobreza era el medio mejor para obtener la salvación. Éstos no solamente habían reclutado numerosos discípulos, sino quo habían acabado por difundir una religiosidad más viva y más intensa, que se puede resumir en la exigencia de una adhesión total, y lo más completa posible, a los consejos de Jesús en los Evangelios, sobre todo en relación con la pobreza y pureza de costumbres. Cuando no se daba esta adhesión, la inquietud explotaba en actitudes de "boicoteo" a los sacerdotes indignos, en polémicas encarnizadas, que en ocasiones pasaban de ser enfrentamientos meramente verbales. La historia de las ciudades de Europa está hecha de conflictos entre los fieles y sus clérigos; entre éstos había quienes apelaban al respeto permanente y total a que tenían derecho por su condición de clérigos, pero otros -y no solamente los eremitas errantes y los que predicaban el rigorismo- subrayaban la conveniencia, si no el deber de combatir las corruptelas de los hombres de Iglesia, dondequiera y como quiera se las pudiera encontrar. Tal había sido, por cierto, la postura de san Bernardo. Dado que esta actitud permitía la polémica contra la autoridad constituida, y muchas veces había causado tumultos y creado preocupaciones, acabó por engendrar desconfianza que llevó a acusar a estos rigoristas, tan críticamente severos, de ostentación hipócrita y de que sólo buscaban asentimiento y aplauso.

No es, pues, difícil comprender cómo y por qué la «conversión» de Valdo suscitó la hostilidad y la inquietud del arzobispo de Lyon, Juan de Bellas Manos, que era quien debía, por lo demás, darle o negarle la autorización para predicar. Aunque el desarrollo de los hechos no nos es conocido con exactitud, parece que, debido a una serie de dificultades iniciales, Valdo, o sus delegados según otras fuentes, se llegó a Roma, al III Concilio de Letrán (marzo 1179), que debía reorganizar, según las directrices de Alejandro III, la Iglesia entera, tal como se encontraba cuando acabó el cisma de Victor IV y sus sucesores después del conflicto con Barbarroja.

En esta ocasión, Valdo, o los valdenses, recibieron una acogida benévola de parte del pontífice, pero, una vez de regreso a su patria, su actividad al parecer suscitó de nuevo dudas y sospechas.

Fue entonces cuando, por hallarse en Francia por razón de su lucha contra los cátaros, intervino el antiguo abad de Clairvaux, Enrique, que era entonces cardenal obispo de Albano.

Como se le había acusado a Valdo de herejía, éste hizo una profesión solemne de fe -lo que equivalía para él a abjurar de todo posible error-, según la cual, como muestra la parte final del documento llegado hasta nosotros, era reconocida la legitimidad de su propositum y se aceptaba su intención de seguir el Evangelio de Jesús.

No solamente en sus praecepta, es decir, en sus normas válidas para todos, sino también en sus consilia, en las indicaciones dadas a todos los que aspiraban a una perfección más alta. Entre éstos [consejos] estaban el de la pobreza y el de la exhortación fraterna a la penitencia.

Pero, según lo cuenta un testigo ocular presente en esta ceremonia, poco después comenzaron de nuevo los conflictos con el arzobispo, en los que Valdo se apoyó para acabar negándole la obediencia y romper con toda la jerarquía. Así, lentamente, se formó ese conjunto de actitudes, más que sistema orgánico de ideas, al que se ha dado el nombre del «valdismo», cuyas tesis fundamentales eran la necesidad de la pobreza y la predicación, el rechazo de la validez de los sacramentos administrados por sacerdotes indignos, el no reconocimiento de la autoridad jurisdiccional y disciplinar de la jerarquía, una voluntad precisa de adhesión a los consejos evangélicos, lo que a nivel de lo práctico se traducía en un pacifismo radical, en la renuncia a cualquier juramento y en la desobediencia a los preceptos de la Iglesia que no tuvieran base en la Escritura y especialmente en el Evangelio.

El valdismo -aunque no sabemos qué es lo que puede ser atribuido personalmente a Valdo, quien en los últimos años del siglo XII parece desaparecer de la historia- conoció una rápida y vasta difusión, favorecida por su actitud crítica frente a la jerarquía y por la importancia que daba a los simples fieles, concienciando a cada uno de su propia dignidad de cristiano; pero no lo favoreció menos la ductilidad doctrinal que le permitía absorber y hacer suyas exigencias locales e inquietudes religiosas, ya al margen de la Iglesia. Así ocurrió en Italia, donde la doctrina valdense se convirtió en el punto de confluencia y de encuentro de fermentos heréticos anteriores: aceptó, por ejemplo, a todos los que consideraban que, para salvarse, era más necesario el trabajo que la pobreza, y que recibieron el nombre de pobres lombardos, a fin de distinguirse de los pobres de Lyon, o valdenses, en el sentido más estricto del término, que estaban más próximos y ligados a los de Francia.

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