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Jacques Pohier
Si ahora abandono la Orden...

Unas reflexiones de Jacques Pohier

Redactadas entre diciembre 1983 y abril 1984

Jacques Pohier, nacido en 1926, dominico desde 1949 y sacerdote desde 1954. Profesor de teología dogmática y moral, decano de la Facultad de Teología que los dominicos tienen cerca de París, miembro del Comité de Redacción de la revista Concilium, introducido en el psicoanálisis.
Entre sus escritos podemos mencionar Psychologie et Théologie (Ed. du Cerf, 1967), Au nom du Père, recherches théologiques et psychanalytiques (Ed. du Cerf, 1972), Le chretien, le plaisir et la sexualite (1976), Quand je dis Dieu (Ed. du Seuil, 1977), Dieu fractures (Ed. du Seuil, 1985), La Mort opportune (Ed. du Seuil, 1998), La Mort opportune : Les Droits des vivants sur la fin de leur vie (Ed. du Seuil, 2004).
La publicación de su libro Quand je dis Dieu le acarreó la condena del Vaticano a no enseñar (profesor), a no predicar (fraile predicador), a no presidir la Eucaristía (sacerdote). Era la primera condena a un teólogo del reinado de Juan Pablo II. Es una buena garantía. (Ver Declaración de la Sagrada congregación para la defensa de la fe.
Después de unos cuarenta años de vida religiosa deja los dominicos en 1984 (1989?)
Desde 1984 a 1995 participa en la Association pour le droit de mourir dans la dignité (ADMD), de la cual fue Secretario General y, más tarde, Presidente (1992-1995) y actualmente Administrador. También ha sido miembro del Secretariado de la World Federation of the Right-to-Dies Societes.

Hace ya cuatro años y medio que el Vaticano me tiene prohibido predicar, presidir la Eucaristía y enseñar públicamente la teología.

En teoría, podía tener ante mí varias posibilidades. Hundirme en el silencio de la oración, consagrarme a la erudición sagrada o profana, ir a encontrar a la Madre Teresa de Calcuta o a cualquiera de mis compañeros dominicos en las regiones campesinas hambrientas del Brasil, dedicarme en París a hacer paquetes para Secours Catholíque, o, más sencillamente, ponerme al servicio de mis hermanos como ya lo hacen admirablemente algunos frailes -sacerdotes o no- del convento...

Pero me preguntaba qué sentido podía tener la vida de un fraile predicador que no puede predicar, la de un sacerdote que no puede presidir la Eucaristía, la de un teólogo que ya no puede enseñar teología...

Y me decía: "Si salgo de la Orden, será por la misma razón por la cual entré: el servicio de la Palabra de Dios por medio de la predicación". Era necesario buscar otros medios para servir los mismos fines.

Y sin embargo, me quedaba como petrificado. Me era imposible avanzar, me degradaba; me sentía incapaz de tomar el único camino posible. ¿Qué me pasaba? ¿Por qué no podía hacer lo que veía tan claro, tan evidente? ¿Cómo llegar a separarme de todo aquello que había constituido mi vida? Y los compañeros, ¿cómo dejarlos sin herir profundamente a muchos de ellos?

Algunos querían hacerme ver que no había quedado reducido totalmente al silencio: podía participar en reuniones de grupos informales, aceptar invitaciones -cada vez más raras- en Francia o en el extranjero para hablar... Si dejara la Orden, todavía quedaría socialmente más excluido, perdería lo poco que todavía me quedaba, me descalificaría delante de muchos creyentes sin ganar más crédito delante de otros creyentes o entre los increyentes. Por ahora todavía tenía un cierto status social: lo perderla sin ganar ni el derecho a la palabra ni de los círculos de esta palabra. Y -seguían diciéndome- era esta palabra a la que quería continuar sirviendo.

Y, además, por más prosaico e indecente que pueda parecer, existía el lado material de la operación. A mis cincuenta y siete años, mis bienes se resumían -lo que quizás ya era demasiado, incluso escandaloso, para un religioso- en ocho mil francos en una cuenta corriente, algunos libros, unos pocos trajes, una buena radio?cassette, un pequeño coche que ya tenía cinco años y más de cien mil kilómetros sin dinero para cambiarme ni los amortiguadores ya gastados ni el embrague... Esto era todo, demasiado poco para empezar una vida.

Dentro de tres años, treinta y siete años de vida religiosa me darían derecho a una pensión aproximada de mil cien francos al mes. Mi familia no es familia de grandes herencias. Si abandonara la Orden, habiendo trabajado muy poco "profanamente", no tendría derecho a ningún sistema de protección social por enfermedad ni medios para subscribir voluntariamente una póliza de seguro. Ciertamente no me encontraría en la calle, pero sería un parásito integral para quien me recogiera. Encontrar un pequeño trabajo para algunos años, mejoraría la situación mientras eso durara. ¿Y después?

"Pero -me decía un día una amiga-, ¿cómo te atreves a hacer entrar estos motivos en tus razones de seguir o dejar la Orden?" Sí, me atrevo. Y no por vulgaridad, sino porque yo pertenezco a la condición humana. ¿Cuántos hombres y mujeres (sobre todo mujeres, pues son económicamente más dependientes e indefensas), antes de los sesenta, no tienen ninguna elección posible en la vida porque su situación material no les da ninguna posibilidad de cambiar? Deben seguir en un trabajo ingrato y mal pagado, con una mujer o con un hombre cuando ya entre ellos ya todo o casi todo está muerto, en una vivienda en donde ya no se está a gusto, en una ciudad contaminada, en un país en el cual no se puede vivir por falta de libertad, de trabajo o de pan... Y no hay más remedio que soportar todo eso, simplemente porque no tenemos los suficientes medios materiales para poder hacer otra cosa. Un poco más de dinero y todo cambiaría. ¿Por qué tantos millones juegan a la Lotería?

Si no queremos despreciar a todos estos hombres y mujeres, no es ninguna vergüenza constatar que no tengo los medios materiales de cambiar de vida, no es nada vergonzoso continuar viviendo de una determinada manera por la sencilla razón de no tener los medios materiales para vivir menos malamente.

¿Por qué sería falso y escandaloso cuando se trata de la vida religiosa, si es auténtico y respetable en la vida "profesional", "familiar" o "cultural"?

Todavía no se ha visto nunca que un dominico muera en la miseria o abandonado en la calle. Muchos religiosos todavía no se dan cuenta que el pertenecer a una Orden religiosa es el más extraordinario sistema de seguridad social imaginable, tanto para la enfermedad como para la vejez.

Volviendo a mi caso: el futuro se prevé tan negro que -por muy vulgar que pueda parecer- encuentro suficientes razones para resistirme a hacer el cambio cuya necesidad cada vez me es intelectualmente más claro.

img25504_S0_0_50 (17K)Jacques Pohier
Dieu fractures
Pág. 352-361 (resum)

Y una propina:

Per a obtenir el Acrobat ReaderLo que escribí a Rafa Yuste (Nicaragua)con motivo de la prohibición de enseñar en la Facultad de Granada a los jesuitas José M. Castillo y Juan Antonio Estrada
Posible borrador de carta al P. General (pdf)

Gracias por la visita
Miquel Sunyol

sscu@tinet.cat
3junio 2007
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