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El pecado,
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Jacques Pohier, nacido en 1926, dominico desde 1949 y sacerdote desde 1954. Profesor de teología dogmática y moral, decano de la Facultad de Teología que los dominicos tienen cerca de París, miembro del Comité de Redacción de la revista Concilium, introducido en el psicoanálisis.
Entre sus escritos podemos mencionar Psychologie et Théologie (Ed. du Cerf, 1967), Au nom du Père, recherches théologiques et psychanalytiques (Ed. du Cerf, 1972), Le chretien, le plaisir et la sexualite (1976), Quand je dis Dieu (Ed. du Seuil, 1977), Dieu fractures (Ed. du Seuil, 1985), La Mort opportune (Ed. du Seuil, 1998), La Mort opportune : Les Droits des vivants sur la fin de leur vie (Ed. du Seuil, 2004). La publicación de su libro Quand je dis Dieu le acarreó la condena del Vaticano a no enseñar (profesor), a no predicar (fraile predicador), a no presidir la Eucaristía (sacerdote). Era la primera condena a un teólogo del reinado de Juan Pablo II. Es una buena garantía. (Ver Declaración de la Sagrada congregación para la defensa de la fe. Después de unos cuarenta años de vida religiosa deja los dominicos en 1984 (1989?) Desde 1984 a 1995 participa en la Association pour le droit de mourir dans la dignité (ADMD), de la cual fue Secretario General y, más tarde, Presidente (1992-1995) y actualmente Administrador. También ha sido miembro del Secretariado de la World Federation of the Right-to-Dies Societes. Morirá en octubre de 2007 a los 81 años. (Ver nota de La Croix) |
Desde hacía casi diez años solía ir a pasar la Semana Santa a una parroquia bretona, para poder trabajar tranquilamente y descansar, cumpliendo también en domingo o entre semana los diversos ministerios que el párroco, con confianza y discreción, me pedía. Era la celebración litúrgica del Jueves Santo. Al empezar la celebración no me costó esfuerzo alguno decir: Mirad, estamos de suerte. Nos hemos reunido para una bonita fiesta, y lo que ahora vamos a celebrar lo celebraremos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo Así comienza ahora la misa, y ellos, animados, respondieron: "Amén". Yo seguía la liturgia del Vaticano II continuando con el deseo que en aquel momento inicial de la misa expresa el celebrante, ya que es el deseo de toda la comunidad, pero también el deseo del mismo Dios, y que es lo mínimo que uno puede hacer cuando invita y recibe la gente en nombre de otro: presentarles a éste y darles la razón de la invitación. Es lo que hice pronunciando la fórmula del ritual: Que la gracia de Jesús, nuestro Señor, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo sean siempre con vosotros. Y ellos, acostumbrados ya a la nueva liturgia, muy educados, respondieron: "Y con tu espíritu". No era cuestión de hacer innovaciones improvisadas y, además, en aquel tiempo no tenía yo ninguna razón para querer innovar en nada la liturgia. Inmediatamente continué: Preparémonos a celebrar los santos misterios, reconociendo nuestros pecados Y entoné una de las fórmulas penitenciales previstas. |
En aquel mismo momento, de repente, tuve la impresión que alguna cosa no funcionaba, que lo que había hecho era incorrecto, que aquello era inconveniente. Acababa de recibir a los participantes en nombre de Dios, de saludarlos, de presentarles Dios y su deseo...
Y ahora, en el momento en que todos nosotros nos presentábamos a nuestra vez, ¿qué es lo que nosotros encontrábamos para decirle a Dios? ¿Qué es lo que nosotros pensábamos que era necesario decirle en primer lugar? ¿Qué es lo que queríamos presentarle de nosotros mismos, qué era lo que mencionábamos, qué era lo más importante y urgente para decirle?
Nuestro pecado, el hecho de que nosotros éramos pecadores.
Reflexionando después, durante el día, me decía que esto no era normal: cuando estamos invitados a una fiesta en casa de unos amigos no nos comportamos de esta manera; no sería educado, estaría fuera de lugar actuar de esta manera. Cuando los amigos nos invitan y nos reciben, decimos: "Oh, qué mesa tan bien preparada", o también; "Sólo verla abre ya el apetito", o bien: "Qué a gusto me encuentro". Hablamos de ellos, les preguntamos cómo les van las cosas, o hablamos de nosotros mismos, del gusto que tenemos de estar con ellos, de la alegría que sentimos por haber estado invitados...
¿Por qué, pues, cuando Dios nos invita a su mesa, sentimos la necesidad y encontramos normal empezar a decirle que somos pecadores? ¿Por qué la manera de prepararse a la celebración de la Eucaristía es la de reconocerse pecador y no la de decirle en primer lugar a Dios que estamos contentos de estar allá, que nosotros somos felices gracias a El porque El es el que es?.
¿Qué imagen tenemos de él, qué decimos de él, cuando pensamos que nuestra primera palabra dirigida a El al celebrar la Eucaristía debe ser la de que somos pecadores? Dios, para nosotros, ¿es un personaje tal que la manera y la razón de que se interese por nosotros sea que la primera cosa a decirle, la mejor manera de saludarlo, de responder a su invitación, la mejor manera de acercarse a El sea decirle: "Nosotros somos pecadores, tened piedad de nosotros"?
Dios, ¿será mejor Dios y más Dios si la primera cosa que le habremos invitado a hacer sea la de perdonar nuestros pecados?
No se trata de ignorar el pecado ni de excluir su confesión; es sólo cuestión del lugar, de la importancia, del valor dado a esta confesión. Me iba preguntando, pues: "El pecado, ¿es algo tan importante?"
Me respondía inmediatamente a mi mismo que, según la bella expresión antigua, la Eucaristía era la mesa de los pecadores y recordaba que Jesús había sido criticado por haber hecho mesa común con ellos. Pero, precisamente, nunca en el evangelio se nos dice que Jesús haya pedido a los pecadores de reconocerse como pecadores en primer lugar y antes que toda otra cosa para poder, después, escucharlos o hacerse invitar por ellos.
Descubría, pues, que había alguna cosa fuera de lugar al tratar de esta manera a Dios, alguna cosa fuera de lugar al privilegiar esta manera de encontrar Dios sobre la base de nuestra condición de pecadores, alguna cosa no estaba en su lugar ni a propósito de Dios, ni a propósito de nosotros, ni a propósito del pecado: el pecado era, sin duda, importante, pero no de esta manera; el hecho de que Dios nos perdone era importante, pero no de esta manera.
Gracias por la visita
Miquel Sunyol sscu@tinet.cat 31 julio 2007 |
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