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de Alfredo Fierro
Como ya he dicho otras veces, la presentación por mi parte del texto de un autor no significa mi adhesión, sino, simplemente, es una invitación a su lectura y reflexión.
Del Jesús de la historia al Cristo de la fe media un intervalo ideológico...
La idea del Dios-hombre no nació de golpe, ni en unos pocos años; necesitó mucho tiempo para asentarse y completarse. Habrá que aguardar hasta el 325 para que el concilio de Nicea ratifique el dogma de la naturaleza estrictamente divina de Jesucristo: Dios a la vez que hombre.
En la sucesión cronológica de los escritos del Nuevo Testamento no fue lineal la escalada de creencias cada vez más exageradas sobre el Cristo. Su arranque en Pablo marca una cumbre difícil de superar. Desde y después de esa cima paulina, el Cristo parece humanizarse al descender de cota y tocar tierra con los tres evangelios sinópticos. Pero estos se ven superados por un cuarto evangelio, el de Juan (Jn), que, en cuanto a ideas, asciende a altura aún mayor que la de Pablo, mientras, junto con eso, se propone narrar lo que dice haber visto y oído, conforme refiere la primera epístola (I Jn) del mismo autor.
Este último evangelio difiere mucho de los sinópticos, no sólo por los hechos relatados, sino también por el porte enteramente sobrehumano con que presenta a Jesús y por la sublimidad, a menudo enigmática, de las palabras que pone en sus labios.
La peculiaridad de Jn queda patente desde el prólgo con una afirmación que suele traducirse como el "Verbo era Dios". Esta traducción ha de ser corregida y no sólo matizada. La frase griega de Jn 1 dice theós en ó lógos [kai. qeo.j h=n o` lo,goj], donde theós es el predicado, un adjetivo, mientras el sujeto, con artículo, es ó lógos. Eso, a la letra y en rigor equivale a "Dios era el Verbo", así, en ese orden. Además, Jn no dice "ó theós", en sustantivo, lo cual valdría por "el Verbo era el Dios", sino más bien "el Verbo era divino", o mejor todavía, pues el castellano permite aquí una sintaxis semejante al griego: "divino era el Verbo"(1) . Al carecer de artículos, el latín, en cambio, no hila tan sutil, y la Vulgata(2) , texto oficial latino en la iglesia romana, tradujo: Deus erat Verbum, donde el sujeto de la frase puede ser tanto Deus como Verbum, con consecuencias semánticas dispares según sea un caso u otro.
Tras ese prólogo el Jesús de Jn, aunque de él se narren acciones y sucesos, no pertenece a ese mundo: es divino Verbo; apenas pisa tierra, sobrevuela, levita por encima de ella. El Jesús de los sinópticos con la fisonomía típica de un profeta judío es poco conciliable con el Jesús de Jn, un místico, de trazos menos judaicos, un espíritu sobrenatural y extraterrestre, que, por condescendencia hacia los mortales, y para instruirles en el modo de tratar a Dios Padre, ha adoptado un cuerpo o apariencia terrenal.
Los sucesos, además, los envuelve en alegorías y los acompaña con discursos de alta elevación espiritual, como los diálogos con Nicodemo (Jn 3, 1-21) y con la samaritana (Jn 4, 1-41), quienes no parecen entender mucho -la mujer samaritana ni palabra- de lo que Jesús dice; y todavía más, en alocuciones a los discípulos: una espiritualidad mística poco verosímil en un maestro galileo. De aquí se siguen serias dudas sobre la historicidad de este evangelio, mientras que de sus divergencias con los sinópticos vienen otras dudas que, sin limitarse a los hechos, se extienden asimismo a la autenticidad de la doctrina y al estilo de su predicación.
El principal tema de la predicación de Jesús en los sinópticos lo constituye el anuncio del Reino de Dios; en Jn, en cambio, lo constituye la intimidad con el Padre. El Jesús de Jn, sobre todo en la última cena, se explaya en confidencias íntimas, algo que falta en los demás evangelios. El Jesús sinóptico enseña a menudo en parábolas, mientras que en Jn no hay una sola parábola, quizá porque este estilo llano desdice mucho de la elevación en que Juan le contempla.
Dicho en suma y con algún esquematismo: un mismo personaje histórico ha podido hablar como se le hace hablar en los sinópticos o en Jn, pero no, en absoluto, de ambos modos a la vez.
Desde luego, el autor de Jn, a diferencia de Pablo (que del Jesús histórico se limita a citar su muerte), al menos se ha preocupado de recoger hechos, detallar algunos episodios en la vida de Jesús y reportar palabras supuestamente suyas (reales o fingidos). Pero también el Jesús juaneo flota sobre la tierra y sobre la historia. Jn despliega tanto unas leyendas, como los sinópticos, cuanto un mito, y más poderoso aún que el de Pablo, porque potencialmente proteico, por prestarse a toda clase de fantasías y fantasmagorías teológicas. Juan realiza así en grado sumo la proeza de enlazar un mito, el del Logos, todavía más ambicioso que el Cristo de Pablo, con unas leyendas al modo de los sinópticos. Con él y con Pablo, en suma, la fe cristiana alza el vuelo en la ideología y, gracias a eso, en la historia. Sin la versión paulina y la juanea, el cristianismo se hubiera extinguido prontamente o hubiera persistido como una mera secta dentro del judaísmo.
Los extensos discursos del Jesús juaneo, en especial el de los capítulos 14 a 17, reflejan una mística de fusión, donde el Hijo reside en el seno del Padre y es uno con él. Por otra parte, alientan la posibilidad de convertir al propio Jesús en objeto de invocación, de culto y de experiencia mística, algo inusual en otros libros del Nuevo Testamento. Al Jesús de los sinópticos, e incluso al Cristo de Pablo, no es posible invocarle, darle culto: esto sólo a Dios se le debe, aunque sea por la mediación de Jesucristo, al que, por ello mismo, es obligado rendirle gracias. De modo semejante, el Cristo de la Carta a los hebreos -de autor desconocido- es pontífice supremo, mediador ante Dios de todo sacrificio y culto, pero no objeto de culto. También esto, pues, se queda corto ante el Cristo de Jn, situado en un plano radicalmente superior al concedido en el resto del Nuevo Testamento.
Jn le adjudica esa superioridad desde el soberbio prólogo que ocupa el capítulo primero y que acaso es separable del resto del evangelio. En él establece lo esencial en cuanto a la verdad eterna: "en el Principio era el Logos (el Verbo, la Palabra)" [VEn avrch/| h=n o` lo,goj]; asimismo en cuanto a la verdad de su inserción histórica: "el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" [Kai. o` lo,goj sa.rx evge,neto kai. evskh,nwsen evn h`mi/n]. Esta doble formulación juanea, junto a una puesta en escena vital donde Jesús habla de tú a tú con el Padre, constituye, por el momento, la cima del enaltecimiento, como Verbo e Hijo de Dios, del profeta galileo. La noción de Logos no vuelve a aparecer en Jn y tal vez no sea la idea-clave de este evangelio, pero en todo caso condice con los hechos y dichos que luego se refieren.
El prólogo de Jn, antepuesto quizás por otra mano o en otro momento a las narraciones sobre la vida terrenal de Jesús en ese evangelio, representa el más notable intento, dentro del Nuevo Testamento, de pasar del mythos al logos: del relato al discurso, al concepto; y no sólo por servirse del término "Logos", para aplicarlo a la personalidad divina de Jesús, sino porque el "Logos" juaneo ha prestado a la fe cristiana el impar servicio de impulsar, como ningún otro concepto o título jesuádico, la transición de los enunciados narrativos de los evangelios al dogma cristológico formulado en un concepto griego. Ese Logos, en Jn, está encarnado y de él se narran acciones, mitos todavía, por tanto. Pero Jn formula la fe en Jesús en términos afines a los del neoplatonismo, de la cultura helenizante de la época y, por eso, comprensibles y aceptables dentro de ella.
Pablo acercó el Cristo a los gentiles con una tesis original, genial: no hace falta la circuncisión. Pero aun entonces, en lo demás, mantiene moldes judíos: el Cristo o Mesías, el "ungido", corresponde a una esperanza mítica judía. Por eso, puede Pablo permitirse -y necesita- tantas citas de la Biblia hebrea. Esa procedencia, sin embargo no le aporta a Jesús mucho predicamento entre los helenos. El Cristo de Pablo, al igual que el Jesús de los sinópticos, es todavía demasiado judío: inteligible para los familiarizados con la ley mosaica, con los salmos y los profetas, pero difícil de entender, por el contrario, por griegos y romanos. El Verbo de Juan, en cambio, encaja con comodidad en esquemas de la filosofía más difundida entre ellos. Realiza y hace posible un acercamiento al nuevo platonismo, con el que se emparenta acaso por mediación de Filón y facilita el enlace con toda la tradición neoplatónica hasta Plotino, cumbre mayor en ella, y en quien la filosofía se transmuta en teología racional.
A la confrontación con el judaísmo social y religioso, sobresaliente en Pablo y en el paleocristianismo, le sucede desde mediados del siglo II el enfrentamiento con otras religiones y el afrontamiento de otra sociedad, la helenorromana, en sus distintos frentes: sociopolítico, filosófico, cultural, también el de los cultos de misterios, boyantes por entonces. Es ahí donde el Logos juaneo facilita a la fe cristiana llevarse bien con la cultura de los siglos II y III, y fomenta su inmersión en el helenismo. Permite, además, durante mucho tiempo, más de un milenio, ampararse en una prestigiosa alianza con el platonismo, la cual iba a persistir vigente y resultarle imprescindible hasta que en el siglo XIII surja una nueva alianza con el aristotelismo.
En exageración tal vez irónica ha llegado a sugerirse que "el cristianismo funcionó como un platonismo para el pueblo y las enseñanzas de Jesús como las de un Platón para las masas".
P. Alfaric
Saint Augustin et la fin de la culture antique
Paris, 1949
La primacía del "Logos", que es "pensamiento", además de "palabra", tiene todavía otra vertiente y secuela más allá de la cristología: la de que "pensar" equivale a "conocer". Esta identificación o equivalencia imprime carácter a toda la teología cristiana. Incurablemente idealista, mentalista, apegada para siempre a Platón más que a cualquier otro filósofo, incluso cuando siglos más tarde se apropie de Aristóteles. O tal vez a la inversa: la filosofía platónica, que opera con el significado de las palabras y con el pensamiento como si de objetos sustantivos se tratara, proporciona la atmósfera donde mejor respira el idealismo cristiano, que difícilmente tiene oxígenos fuera de ella.
En la identificación y confusión -platónica, religiosa- de lo mental con lo real se dan consecuencias de muy larga duración en el cristianismo y en su teología, no sólo en la Escolástica medieval, supuestamente no ya platónica, sino aristotélica, sino hasta hoy en día. Contra cualquier empirismo, que en Aristóteles moderaba la especulación filosófica, y haciendo caso omiso de la piedra de toque de la realidad, la teología, toda ella, sin excepción, cree en el poder del pensamiento, del "logos", por sí solo: todo lo pensable o imaginable es afirmable. Y ahí yace la raíz de cualquier gnosis: en confundir el pensamiento con el conocimiento.
La noción del Cristo como Logos en el evangelio de Juan pone colofón a las imágenes fundacionales básicas del cristianismo y las del propio Jesús. De todas estas, la estampa en apariencia más simple, a ras de suelo, ilustrada con multitud de relatos, consta en los sinópticos. Es la del "hijo del hombre", -equivalente a "hombre santo" y "hombre por antonomasia"-, que anuncia próximo el reino de Dios: "preparaos, por tanto, convertíos". La imagen y anuncio de Pablo declaran, sin relato alguno, que el Cristo ha muerto por nuestros pecados y ha resucitado luego: "hay que morir con él para resucitar con él". Por último, el mensaje de Juan, en el estrato más excelso, pronuncia que el Verbo, que era divino, se hizo carne y habitó entre nosotros. Son los tres pilares doctrinales del Nuevo Testamento, correspondientes a sendas autorías: Pablo, los sinópticos, Juan. Cronológicamente ubicados entre uno y otro, los sinópticos suministran las leyendas, mientras Pablo y Juan confieren el tono sublime a la doctrina y al personaje.
Alfredo Fierro
Después de Cristo
Pág 76-83 (fragmentos)
Editorial Trotta
Apostilla 1
En mi catequesis navideña (del año 2000), siguiendo a Eugen Drewermann, exponía lo siguiente:
También hay otras religiones, como el hinduismo, que tienen su Hombre-Dios; de hecho, los hindúes creen que Visnú, segunda persona de una divinidad trinitaria, la Trimurti, se encarnó en el Hombre-Dios Krisna.
Siguiendo la línea del mito del nacimiento del hombre divino a partir de la elección de una virgen, mito heredado del antiguo Egipto, intentaremos recordar e integrar las imágenes inmemoriales del misterio de la encarnación, imágenes que ya tenian una existencia propia y en las cuales ya se creía muchos siglos antes del cristianismo.
Toda la concepción de hijo de Dios, nacido de una virgen, cubierta por el Espíritu y la luz, estaba ya perfectamente elaborada unos cuantos miles de años antes que el cristianismo en el Antiguo Egipto, y era una realidad viva en los actos cultuales.
El concepto central de la fe cristiana pertenece a la gran religión, por tres veces milenaria, de las tierras del Nilo, y representa, con la doctrina de la inmortalidad de Osiris, el don más precioso que el espíritu del antiguo Egipto haya legado al cristianismo.
Deberíamos incluso hablar de una dependencia perfecta del cristianismo respecto de la religión del Oriente antiguo, y precisamente en aquello que constituye la afirmación central de la tradición de la fe cristiana,
Si quieres repasar estos temas
La verdad de los mitos
¿Qué es aquello que distingue la fe cristiana
de la religión de los antiguos egipcios?
Apostilla 2
Si todavía no lo has hecho, puedes leer el último capítulo (por ahora) de mi catequesis sobre el error del dios encarnado, que trata sobre el mismo tema y en donde sigo resumiendo páginas de James D. G. Dunn (Christology in the Making: A New Testament Inquiry into the Origins of the Doctrine of the Incarnation).
El poema sobre la Palabra
del prólogo del evangelio de Juan
Gracias por la visita
Miquel Sunyol sscu@tinet.cat 5 diciembre 2015 |
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