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SUPERSTICIONES
Napoleón temía los gatos negros y Sócrates el mal de ojo. A Julio César
le aterrorizaban los sueños. Enrique VIII aseguraba que la brujería le había
inducido a casarse con Ana Bolena. Pedro el Grande experimentaba un terror patológico
cuando tenía que cruzar puentes. Samuel Johnson siempre iniciaba la entrada o
la salida de un edificio con el pie derecho.
Todavía hoy, las supersticiones referentes a la mala suerte impiden a
muchas personas pasar por debajo de una escalera o embarcarse un martes día
trece. Por otra parte, estas mismas personas, en pos de la buena suerte, suelen
tocar madera.
Hoy, cuando tanto se valoran las pruebas objetivas. pocas son las
personas que, interrogadas a fondo, no admiten profesar una o dos
supersticiones, o más.
Tal vez todo esto tenga cierta lógica, ya que las supersticiones
constituyen una parte muy antigua de la herencia humana.
A lo largo de la historia, la superstición de unos ha sido a menudo la
religión de otros. El hombre primitivo, al buscar explicaciones para fenómenos
tales como el rayo, el trueno, los eclipses, el nacimiento y la muerte, y
carente de conocimientos sobre las leyes de la naturaleza, desarrolló una
herencia en los espíritus invisibles.
Por otra parte, el milagro de que un árbol creciera a partir de una
semilla, o la aparición de una rana a partir de un renacuajo, confirmaba una
intervención ultraterrena.
Con una existencia cotidiana llena de peligros y aventuras, llegó a la
conclusión de que el mundo estaba poblado por unos espíritus vengativos que
superaban en número a los benéficos. Por consiguiente, entre todas las
creencias supersticiosas que hemos heredado tienen preponderancia los medios
destinados a protegernos contra el mal.
En nuestros días, para protegernos de ese posible mal que puede malograr
nuestras intenciones, usamos acciones y utensilios que puedan pararlo, o al
menos disminuirlo,
PATA DE CONEJO
Dicen que la persona que persigue la buena suerte, debiera llevar consigo
la pata de un conejo. Históricamente, la pata de conejo poseía poderes mágicos.
En Europa, la suerte atribuida a una pata de conejo, se debe a una creencia
arraigada en un antiguo totemismo, porque el hombre, que se adelantó al
darwinismo en varios miles de años, pensaba que descendía de los animales.
Cada tribu tenia un animal como mascota.
En la literatura bíblica, esa creencia es el origen de numerosas leyes
dietéticas que prohíben el consumo de ciertos animales totémicos. También
hemos heredado del totemismo la costumbre de utilizar una mascota para los
deportes, que ha de atraer la suerte sobre el equipo, y también nuestra
tendencia a clasificar grupos de personas mediante imágenes o rasgos de
animales.
Vale que hayamos abandonado la práctica de llevar físicamente de un
lado a otro nuestros tótems identificativos, pero lo cierto es que permanece
entre nosotros la costumbre de llevar una pata de conejo para tener buena
suerte.
Los celtas, por ejemplo, creían que este animal pasaba tanto tiempo bajo
tierra, porque mantenía una comunicación secreta con el mundo subterráneo de
los númenes. Así que el conejo disponía de una información que a los seres
humanos les estaba negada. Y el hecho de que la mayoría de los animales, entre
ellos el hombre, nazcan con los ojos cerrados, en tanto que los conejos llegan
al mundo con los ojos abiertos de par en par, les confirió una imagen de
sabiduría. En realidad, es la liebre la que nace con los ojos abiertos porque
el conejo lo hace con los ojos cerrados.
Sin embargo, fue la fecundidad del conejo lo que contribuyó a dar a
ciertas partes de su cuerpo su más intensa relación con la buena suerte y la
prosperidad. Poseer cualquier parte del conejo, como la cola, una oreja o una
pata, aseguraba la buena fortuna a cualquier persona.
HERRADURA
Una herradura, el calzado de Caballos, mulos y burros, colgada en algún
sitio, está considerado como el más universal de todos los amuletos de la
suerte.
La herradura era un talismán poderoso en todas las épocas y en todos
los países en los que existía el caballo. Aunque los griegos introdujeron la
herradura en la cultura occidental en el siglo IV, y la consideraban como símbolo
de buena suerte, la leyenda atribuye a san Dunstan el haber otorgado a la
herradura, colgada sobre la puerta de una casa, un poder especial contra el mal.
Según la tradición, Dunstan, herrero de profesión pero que llegaría a
ser arzobispo de Canterbury en el año 959, recibió un día la visita de un
hombre que le pidió unas herraduras para sus pies, unos pies de forma
sospechosamente parecida a pezuñas. Dunstan reconoció inmediatamente a Satanás
en su cliente, y explicó que, para realizar su tarea, era forzoso encadenar al
hombre a la pared.
Deliberadamente, el santo procuró que su trabajo resultara tan doloroso,
que el diablo encadenado le pidió repetidamente misericordia. Dunstan se negó
a soltarlo hasta que el diablo juró solemnemente no entrar nunca en una casa
donde hubiera una herradura colgada sobre la puerta.
Desde la aparición de esta leyenda en el siglo X, los cristianos
tuvieron la herradura en alta estima, colocándola primero sobre el dintel de la
puerta y trasladándola más tarde al centro de ésta, donde cumplía la doble
función de talismán y picaporte.
Este es el origen del picaporte en forma de herradura. En otros tiempos,
los cristianos celebraban la fiesta de san Dunstan, el 19 de mayo, con juegos en
los que se empleaban herraduras.
Para los griegos, los poderes mágicos de la herradura emanaban de otros
factores. Las herraduras eran de hierro, un elemento que se creía que
ahuyentaba el mal, y la herradura tenía la forma de una luna en cuarto
creciente, que desde antiguo era considerada como símbolo de fertilidad y
fortuna.
Los romanos se apropiaron de este objeto, a la vez como práctico
dispositivo ecuestre y como talismán, y su creencia pagana en sus poderes mágicos
pasó a los cristianos, que dieron a esta superstición su versión basada en
san Dunstan.
En la Edad Media, cuando cundía al máximo el temor a la brujería, la
herradura adquirió un poder adicional. Se creía que las brujas se desplazaban
montadas en escobas porque temían a los caballos, y que cualquier cosa que les
recordara un caballo, especialmente su herradura de hierro, las ahuyentaba como
un crucifijo aterrorizaba a un vampiro. La mujer acusada de brujería era
enterrada con una herradura clavada en la tapa de su ataúd, para impedir su
resurrección.
En Rusia, al herrero que forjaba herraduras se le consideraba dotado de
capacidad para realizar «magia blanca» contra la brujería, y los juramentos
solemnes relativos al matrimonio, los contratos comerciales y las compraventas
de propiedades no se prestaban sobre una Biblia, sino sobre los yunques
utilizados para martillear las herraduras.
Una herradura no podía colgarse de cualquier forma: su disposición
correcta era con los extremos hacia arriba, pues de lo contrario su reserva de
suerte se vaciaba.
En las Islas británicas, la herradura se mantuvo como potente símbolo
de suerte hasta bien entrado el siglo XIX. Un popular encantamiento irlandés
contra el mal y la enfermedad —originado a la vez la leyenda de san Dunstan—
decía: «Padre, Hijo y Espíritu Santo, clavad el diablo en un palo.»
En 1805, cuando el almirante británico lord Horacio Nelson se enfrentó
a los enemigos de su nación en la batalla de Trafalgar, el supersticioso inglés
clavó una herradura en el mástil de su navío almirante, el Victory. TOCAR MADERA
En el juego moderno, la base de cualquier árbol sirve como refugio, pero
históricamente el árbol que debía tocarse era un roble, venerado por su
majestad, su considerable altura y sus poderes mágicos.
Los cultos en torno al roble son muy antiguos. Surgieron
independientemente entre los indios norteamericanos hace unos 4.000 años, y más
tarde entre los griegos. Ambas culturas, al observar que el roble era alcanzado
frecuentemente por el rayo, supusieron que era la morada del dios de los cielos
—según los indios— y del dios del rayo —según los antiguos griegos.
En Europa, durante la Edad Media, los eruditos cristianos aseguraban que
la superstición de tocar madera se originó en el siglo I, y procedía de que
Cristo fue crucificado en una cruz de madera. Tocar madera en señal de
esperanza era supuestamente un sinónimo de la plegaria de súplica, y equivalía
a decir: «Señor, haz que mi deseo se haga realidad.»
Sin embargo, los eruditos modernos aseveran que no hay más verdad en esa
creencia que en la que la precedió. Según ella, toda catedral cristiana del
continente europeo poseía un fragmento de madera de la Vera Cruz. Así, la
veneración católica de las reliquias de la cruz, no sería el origen de la
costumbre de considerar con respeto la madera, sino que más bien modificaría y
reforzaría una creencia pagana mucho más antigua.
Otras culturas reverenciaban diferentes tipos de árbol, a los que dirigían
plegarias y tocaban. Para los egipcios el árbol sagrado era el sicomoro, y para
las antiguas tribus germánicas el árbol predilecto era el fresno. Los
holandeses se adhirieron a la superstición de tocar madera, mas para ellos el
tipo de madera carecía de relevancia; lo que si importaba era que la madera
estuviera sin barnizar, sin pintar y sin tallar, y que careciera de cualquier
adorno.
ROMPER UN ESPEJO
Pero si hay una cosa que muchas personas creen que trae mala suerte es
romper un espejo. Es una de las más extendidas supersticiones todavía
existentes, como portadoras de mala suerte.
Se originó mucho antes de que existieran los espejos de vidrio. Esta
creencia surgió de una combinación de factores religiosos y económicos. Los
primeros espejos utilizados por los antiguos egipcios, los hebreos y los
griegos, eran de metales como el bronce, el latón, la plata y el oro
pulimentados, y, por tanto, irrompibles.
En el siglo VI antes de Cristo, los griegos habían iniciado una práctica
de adivinación basada en los espejos y llamada catoptromancia, en la que se
empleaban unos cuencos de cristal o de cerámica llenos de agua. De modo muy
parecido a la bola de cristal de las gitanas,
El cuenco de cristal lleno de agua —el miratorium para los romanos—
se suponía que revelaba el futuro de cualquier persona, cuya imagen se
reflejara en la superficie del mismo.
Los pronósticos eran leídos por un «vidente». Si uno de estos espejos
se caía y se rompía, la interpretación inmediata del vidente era que la
persona que sostenía el cuenco no tenía futuro —es decir, que no tardaría
en morir— o que su futuro le reservaba unos acontecimientos tan catastróficos,
que los dioses, amablemente, querían evitar a esa persona una visión capaz de
trastornarla profundamente.
En el siglo I, los romanos adoptaron esta superstición portadora de mala
suerte y le añadieron un nuevo matiz, que es nuestro significado actual. Sostenían
que la salud de una persona cambiaba en ciclos de siete años. Puesto que los
espejos reflejaban la apariencia de una persona —es decir, su salud—, un
espejo roto anunciaba siete años de mala salud y de infortunios.
La superstición adquirió una aplicación práctica y económica en la
Italia del siglo XV. Los primeros espejos de cristal con el dorso revestido de
plata, desde luego rompibles, se fabricaban en Venecia en esta época. Por ser
muy caros, se trataban con gran cuidado, y a los sirvientes que limpiaban los
espejos de las casas se les advertía severamente que romper uno de esos nuevos
tesoros equivalía a siete años de un destino peor que la muerte.
Este uso efectivo de la superstición sirvió para intensificar la
creencia en la mala suerte acarreada por la rotura de un espejo, a lo largo de
generaciones de europeos. Cuando, a mediados del siglo XVII, empezaron a
fabricarse en Inglaterra y en Francia espejos baratos, la superstición del
espejo roto estaba ya extendida y firmemente arraigada en la tradición.
EL NÚMERO 13
Las encuestas demuestran que, entre todas las supersticiones referentes a
la mala suerte, la inquietud relacionada con el número trece es la que hoy en día
afecta a más gente.
Los franceses, por ejemplo, nunca dan a las señas de una casa el número
trece. En Italia, la lotería nacional lo omite. Las líneas aéreas
internacionales saltan ese número en las filas de asientos de los aviones. En
los Estados Unidos, los modernos rascacielos, comunidades de propietarios y
edificios de apartamentos dan al piso que sigue al 12 el número 14.
Un experimento psicológico puso a prueba la potencia de esta superstición.
Un nuevo edificio de apartamentos de lujo, a una de cuyas plantas se le dio
temporalmente el número trece, alquiló unidades en todas las demás plantas, y
sólo muy pocas en la planta decimotercera. Cuando se cambió el número de esta
planta por el de 12-B, los apartamentos sin alquilar en seguida encontraron
inquilinos.
Todo esto se remonta a la mitología nórdica en la era precristiana. A
un banquete en el Valhalla fueron invitados doce dioses. Loki, el espíritu de
la pelea y del mal, se coló por las buenas, con lo que el número de los
presentes llegó a trece. En la lucha que se produjo para expulsar a Loki,
Balder, el favorito de los dioses, encontró la muerte.
Ésta es una de las primeras referencias escritas al infortunio
relacionado con el número trece. Desde Escandinavia, la superstición se
difundió a través de Europa, en dirección Sur.
Al iniciarse la era cristiana, estaba ya bien establecida en los países
mediterráneos. Entonces, aseguran los folkloristas, la creencia fue
notablemente reforzada, tal vez para siempre, por la cena más famosa de la
historia: la Última Cena.
Cristo y sus apóstoles eran trece. Menos de veinticuatro horas después
de esta cena, Cristo era crucificado.
Los mitólogos han considerado la leyenda nórdica como una prefiguración
del banquete cristiano. Trazan paralelos entre el traidor Judas y Loki, el espíritu
de la contienda, y entre Balder, el dios favorito que resultó asesinado, y
Cristo, que fue crucificado. Lo indiscutible es que, desde principios de la era
cristiana en adelante, invitar a cenar a trece personas significa buscar un
desastre.
Como ocurre con toda superstición, una vez sentada una creencia, la
gente busca, conscientemente o no, acontecimientos que encajen con el pronóstico.
En 1798, por ejemplo, una revista británica titulada “Gentlemen's Magazine”,
estimuló la superstición del número trece al citar estadísticas de seguros
en aquella época, que revelaron que, como promedio, una de cada trece personas
reunidas en una habitación moriría antes de un año.
En los Estados Unidos, el trece sería considerado como un número
afortunado. Forma parte de muchos de los símbolos nacionales, ya que en el
reverso de los billetes de banco hay una pirámide incompleta de trece
escalones, el águila heráldica sostiene en una garra una rama de olivo con
trece hojas y trece frutos, y en la otra, trece flechas. Hay, además, trece
estrellas sobre la cabeza del águila. Todo esto, desde luego, nada tiene que
ver con la superstición, sino que conmemora las trece colonias que originaron
el país, y que por su parte fueron un símbolo de buen auspicio.
Pero en según que países, si el 13 cae en viernes la cosa se pone fea.
Según la tradición, en un viernes día 13, Eva tentó a Adán con la manzana,
el Arca de Noé inició su larga navegación durante el Diluvio, una confusión
de idiomas puso fin a la construcción de la torre de Babel, el Templo de Salomón
fue arrasado, y también en este día Cristo murió en la cruz.
Sin embargo, el verdadero origen de la superstición parece ser también
un relato en la mitología escandinava. El nombre del viernes —Friday en inglés,
Freitag en alemán— procede de Frigga, la liberal diosa del amor y la
fertilidad. Cuando las tribus escandinavas y germánicas se convirtieron al
cristianismo, Frigga fue execrada y desterrada a la cumbre de una montaña,
considerada como bruja.
Se creía que cada viernes la diosa, rencorosa, celebraba una reunión
con otras 11 brujas, más el demonio —con lo que eran 13 los asistentes—, y
conspiraban para causar infortunios durante la semana siguiente. Durante muchos
siglos, en Escandinavia el viernes fue conocido como el «Sabbath de las brujas».
Aunque se desconoce cuál pueda ser el proceso que en España dio lugar
al «martes y trece, ni te cases ni te embarques», sí podemos recordar que el
nombre del día procede de Marte, el dios de la guerra. EL GATO NEGRO
Entre las supersticiones, el temor a un gato negro que se cruce en
nuestro camino es de origen más bien reciente. Asimismo, se opone por completo
al lugar preferente ocupado por el gato, cuando fue domesticado por primera vez
en Egipto, unos 5.000 años. Todos los gatos, incluidos los negros, eran tenidos
en muy alta estima por los antiguos egipcios, y la ley les protegía contra los
malos tratos y la muerte.
Tal era la idolatría que inspiraba el gato, que la muerte de uno de
estos animales hacia que toda la familia que le había albergado le guardara
luto, y tanto ricos como pobres embalsamaban los cadáveres de sus gatos con el
mayor lujo, envolviéndolos con un fino lienzo y colocándolos en sarcófagos de
materiales valiosos, como el bronce e incluso la madera, todo un lujo en un
Egipto tan pobre en árboles.
Los arqueólogos han exhumado cementerios enteros de gatos momificados en
los que abundaban los negros. Impresionados por la supervivencia del gato,
animal capaz de soportar numerosas caídas desde gran altura y salir ileso de
ellas, los egipcios originaron la creencia de que el gato tiene siete vidas, e
incluso nueve según otros.
La popularidad del gato se extendió rápidamente a través de las
civilizaciones. Textos en sánscrito que cuentan más de dos mil años de antigüedad
hablan del papel de los gatos en la sociedad india. En China, hace unos 2.,500 años,
Confucio tenía un gato como animal de compañía predilecto.
Alrededor del año 600 de nuestra era, el profeta Mahoma predicaba con un
gato en sus brazos y, más o menos en la misma época, los japoneses empezaron a
mantener gatos en sus pagodas para proteger los manuscritos sagrados.
En aquellos siglos, el hecho de que un gato se cruzara en el camino de
una persona era signo de buena suerte. El temor a los gatos, especialmente a los
negros, surgió en Europa durante la Edad Media, particularmente en Inglaterra.
La característica independencia del gato, junto con su testarudez y su
afición al robo, unida al repentino aumento de su población en las grandes
ciudades, contribuyeron a su caída en desgracia. Los gatos callejeros eran
alimentados a menudo por ancianas pobres y solitarias, y cuando se propagó en
Europa una oleada de histeria, en la que muchas de esas mujeres carentes de
hogar fueron acusadas de practicar la magia negra, los gatos que les hacían
compañía —especialmente los negros— fueron considerados culpables de
brujería por asociación de ideas.
En Francia, millares de gatos eran quemados mensualmente hasta que, en la
década de 1630, el rey Luis XIII puso fin a esta vergonzosa práctica. Dado el
largo tiempo —varios siglos— durante el cual los gatos negros fueron
sacrificados en toda Europa, es sorprendente que el gen del color negro no se
extinguiera en esa especie..., a no ser que el gato realmente tenga siete vidas.
DERRAMAR
LA SAL
La sal fue el primer condimento en la alimentación del hombre y alteró
de tal modo sus hábitos alimentarios, que no es de sorprender que el acto de
derramar tan precioso ingrediente llegara a ser equivalente a un mal augurio.
Tras un accidental derramamiento de sal, el gesto supersticioso anulador, como
lanzar un pellizco de la misma por encima del hombro izquierdo, fue práctica
común entre los sumerios, los egipcios, los asirios y, más tarde, los griegos.
Para los romanos, la sal era un elemento tan valioso para condimentar las
comidas como para curar heridas, y por tanto acuñaron expresiones en las que se
utilizaba esta palabra, algunas de las cuales han llegado a nosotros. El
escritor romano Pretonio, en su Satyricón, creó la frase “no vale su sal”
como oprobio para ciertos soldados romanos, a los que se les daban estipendios
especiales para sus raciones de sal, llamados salarium —“dinero de sal”,
origen de nuestra palabra “salario”.
Explican los arqueólogos que hace unos 8.600 años, en Europa se
trabajaba activamente en las que se cree fueron las primeras minas de sal
descubiertas en el continente: los depósitos de Hallstein y Hallstatt en
Austria. Hoy, estas grutas son atracciones turísticas, situadas cerca de la
ciudad de Salzburgo, que, claro está, significa “Ciudad de Sal”.
La sal purificaba el agua, conservaba la carne y el pescado, y realzaba
el sabor de la comida, y los hebreos, los griegos y los romanos utilizaban la
sal en sus principales sacrificios. PASAR POR DEBAJO DE UNA ESCALERA
Otra de las supersticiones que, además de traernos mala suerte nos puede
perjudicar, es la de pasar por debajo de una escalera.
Ésta es una superstición cuyo origen parece basarse en una medida tan
obvia como práctica, puesto que pasar por debajo de una escalera, al fin y al
cabo, es algo que conviene evitar, en previsión de que a un operario se le
caiga una herramienta y ésta se convierta en arma mortal.
No obstante, el verdadero origen de la superstición nada tiene que ver
con la precaución. Una escalera apoyada en una pared forma un triángulo,
figura considerada desde largo tiempo, por muchas sociedades, como la expresión
más común de una trinidad de dioses. Por ejemplo, las tumbas piramidales de
los faraones se basaron en planos triangulares. De hecho, pasar una persona
corriente a través de una entrada triangular equivalía a desafiar un espacio
santificado.
Para los egipcios, la escalera en sí era un símbolo de buena suerte.
Fue una escalera la que permitió al dios solar Osiris escapar del cautiverio al
que le tenía sometido el espíritu de la Oscuridad. La escalera era también
uno de los signos pictóricos favoritos para ilustrar el ascenso de los dioses,
y en las tumbas de los reyes egipcios se colocaban escaleras para ayudarles a
trepar hacia el cielo.
Siglos más tarde, seguidores de Jesucristo se adhirieron a la superstición
de la escalera, interpretándola a la luz de la muerte de Cristo. Puesto que se
había apoyado una escalera en el crucifijo, ese útil se convirtió en símbolo
de maldad, traición y muerte. Pasar por debajo de una escalera llamaba al
infortunio.
En el siglo XVII, en Inglaterra y en Francia, a los criminales camino del
patíbulo se les obligaba a caminar bajo una escalera, mientras el verdugo,
conocido como el Novio de la Escalera, caminaba a su vez alrededor de ella.
Las antiguas culturas poseían invariablemente antídotos contra sus
supersticiones más temidas. Para la persona que inadvertidamente pasaba bajo
una escalera, o que se veía obligada a hacerlo por conveniencias de su camino,
el antídoto prescrito por los romanos era el signo del fico. Este gesto
anulador se hacía cerrando el puño y dejando que el pulgar sobresaliera entre
los dedos índice y medio. Seguidamente, este puño era dirigido hacia la
escalera.
Toda persona interesada en aplicar actualmente este antídoto debe saber
que el fico era también un gesto fálico romano, que se considera como el
precursor de alargar el dedo medio con el puño cerrado, y cuyo encantamiento
acompañante no difiere apenas, en su sentido, del fico. MAL DE OJO
Una “mala mirada”, una “mirada asesina”, “si las miradas
pudieran matar” y “mirar aviesamente” son tan sólo unas pocas de las
expresiones comunes derivadas de uno de los temores más universales: el del mal
de ojo. Se encuentra esta superstición virtualmente en todas las culturas.
En la antigua Roma, los hechiceros profesionales especializados en mal de
ojo eran contratados para ejercer sus sortilegios contra los enemigos de una
persona. A todos los gitanos se les acusaba de tener ese poder siempre temible,
que también estaba difundido a través de la India y el Oriente Próximo.
En la Edad Media, los europeos temían tanto padecer sus efectos, que
cualquier persona cuya mirada estuviera desviada o presentara cualquier anomalía
podía ser candidata a morir en la hoguera. Un caso de cataratas podía
significar la muerte para el desdichado que las sufría.
¿Cómo pudo originarse independientemente esta creencia entre tantos
pueblos distintos?. Una de las teorías más aceptadas por los folkloristas se
refiere al fenómeno del reflejo en la pupila. Al mirar a los ojos de una
persona, nuestra propia imagen, minúscula, aparecerá en la parte oscura de la
pupila. y, de hecho, nuestra palabra “pupila” procede de la palabra “pupilla”,
que en latín significa “muñequita”.
Al hombre primitivo debía de resultarle extraño y atemorizador el hecho
de contemplar su propia imagen en miniatura en los ojos de otros tribeños. Debía
de creerse en peligro personal, al pensar que aquella reproducción de sí mismo
pudiera alojarse permanentemente en una mirada maligna, y ser secuestrada por
ella. Esta noción se ve reforzada por la creencia, entre las tribus primitivas
africanas, hace menos de un siglo, de que ser fotografiado equivalía a perder
para siempre el alma.
Los egipcios tenían un curioso antídoto contra el mal de ojo: el kohl,
el primer cosmético de la historia. Utilizado por hombres y mujeres, se
aplicaba formando un círculo o en un óvalo alrededor de los ojos. La base química
era el antimonio, un metal, y si bien los adivinos preparaban el compuesto que
se aplicaban los hombres, las mujeres se fabricaban sus propias fórmulas a base
de antimonio, a las que añadían sus ingredientes secretos predilectos.
Actualmente, nadie está seguro al respecto, pero unos círculos de
pintura oscura alrededor de los ojos absorben la luz solar y, por consiguiente,
minimizan el reflejo en el ojo. Este fenómeno les es familiar a los futbolistas
y jugadores de béisbol, que se aplican una grasa negra debajo de cada ojo antes
del partido.
Los antiguos egipcios, que pasaban largo tiempo bajo la cruda luz del
desierto, pudieron haber descubierto por su cuenta este secreto, e ideado esta máscara,
no primordialmente con fines de embellecimiento, como suele creerse, sino para
otras finalidades de tipo práctico y supersticioso.
Espero que el tema haya sido de su agrado. Por mi parte puedo decirles
que no creo en las supersticiones porque… dicen que trae mala suerte hacerlo.
Del libro "Las cosas nuestras de cada dís" de Charles Panati |