Texto:Javier Menéndez Flores Fotos: Victoria Iglesias
-Los motivos para lanzar al mercado un doble disco en directo le sobran a Joaquín Sabina, a su discográfica o a ambos?
—Tú sabes que algunas veces hemos hablado de que yo no había hecho un disco en directo desde Joaquín Sabina y Viceversa porque siempre tenía canciones nuevas que quería sacar. Ahora no sólo tengo, sino que tengo más que nunca. Incluso algunas grabadas. Lo que sucede es que a mitad de la gira –hemos hecho más de 160 conciertos– empezamos a disfrutar mucho tocando y empezamos a pensar que queríamos que hubiese un documento de eso. Un día vinieron los de BMG (su discográfica) a proponernos que grabáramos eso, y entonces me dijo Pancho (Varona, su guitarrista) que ya estaba grabado. Sin decirme nada, Pancho había hecho que siete u ocho conciertos acústicos se grabaran, que son los que están en el disco acústico. Luego se puede decir que BMG y yo coincidimos en la idea.
—¿Con qué talante promocionas un disco de no-creación?
—Estoy promocionando un documental, no sé por qué llamarle disco. Hay una pregunta constante que siempre se me hacía: ¿por qué no sacas un disco en directo? Es decir, he tardado mucho en hacerlo. Y he pensado que ahora era un buen momento, incluso para evitar maledicencias, puesto que ‘19 días y 500 noches’ se sigue vendiendo muy bien. Luego es completamente anticomercial lo que estoy haciendo, sacar un disco cuando tienes uno que está vivo en el mercado.
—Han transcurrido 14 años y siete discos desde la publicación de tu anterior trabajo en directo. ¿Qué queda en el artista triunfador que es hoy Sabina de aquel que hace tres lustros comenzaba a hacer realidad sus sueños?
—Bueno… Los dos discos son totalmente distintos de intención, puesto que aquél fue un disco pensado, ensayado, y lo que yo quería decirle a la gente en ese disco era que yo tenía un grupo de rock, que no era un cantante barbado de la tercera generación de cantautores políticos que confundían el escenario con el púlpito. Éste es casi al revés: estrictamente un documental de unos conciertos completamente desnudos. Lo que yo prefiero del disco es todo el clima del concierto acústico, que se oye el silencio y mis mocos y mis flemas y mis bronquios, y las guitarras suenan de un modo purísimo.
—En poco más de 20 años de carrera has conseguido seducir a tres generaciones de españoles e iberoamericanos, situándote al nivel de prestigio de un Serrat y superando en ventas a los más jóvenes, como Calamaro. ¿Has logrado explicarte a ti mismo los motivos del fenómeno Sabina?
—Claro que no. He pensado mucho en ello, y claro que no. Pero la única respuesta que repito a lo largo de todos estos años, porque es la que más se parece a lo que pienso, es que creo que los chavales de 20 años no tienen un primo, un hermano o un vecino de su generación –cosa que está dicha en tu libro [Joaquín Sabina. Perdonen la tristeza]– que sea un Dylan, un Cohen, unos Beatles o unos Stones. Y entonces creo que, como a todos nos pasó en la infancia, tienen un padre aburrido y se van hacia el tío golfo que está afónico, que es un borrachín, que dice que va de putas y utiliza el caca-culo-pedo-pis en sus canciones. Los jóvenes están dejando un hueco demasiado grande desde el punto de vista de ser referentes generacionales.
—¿Es Joaquín Sabina el Arturo Pérez-Reverte de la canción española?
—Pues yo admiro muchísimo a Arturo Pérez-Reverte y me gustan mucho sus actitudes y su talante peleón, pero no lo creo…
—Lo digo por lo de calidad y cantidad…
—Yo creo que él tiene calidad y cantidad, sí, pero tenía una idea previa que ha cumplido hasta la náusea, en el mejor de los sentidos, que es que lo entendiese su portera y no andarse con literaturismos. No era ésa mi intención previa. Al contrario. Yo creo que he ido siendo cada vez más literario y menos populista. Él ha tenido siempre clarísimo lo que había que hacer, y de qué manera, con qué lenguaje y código, y yo no lo he tenido nunca tan claro y he ido oscilando.
—Sí. Pero si bien en lo profesional cada vez te has ido haciendo más literario, en lo personal tu vida no dista nada de la del Sabina de 25 o 30 años: sigues siendo igual de calavera.
—Me temo que sí dista en la medida en que llevo dos años sin estar realmente en la calle, sin ir a los bares. El otro día, hablando con Isabel [Oliart, madre de sus hijas], le decía que viví con ella seis años y que casi cada día de ese periodo le dije: “¡Carajo! Yo que tengo un cierto don para escribir voy a escribir al menos media hora diaria”. Nunca lo hice. Pasaba meses sin escribir un verso. Ahora llevo dos años escribiendo todos los días seis o siete horas, y eso es un cambio importante. Soy menos canalla y más literario.
—¿En cuántas ocasiones te has sentido víctima del personaje por ti creado, a pesar de que haya contribuido sobremanera a tu consagración artística?
—En muchas. Y culpable de haber colaborado en mi caricatura. No se puede decir en la prensa, o no se debe, por cuestiones de estrategia artística, cosa que aprendí tarde, que vas de putas o que tomas copas o que vives de noche, porque eso se transforma en una caricatura tremenda de un borrachín putero con los pantalones bajados y metiéndose rayas. Tal vez no debí colaborar en eso. ¡Pero yo sólo decía la verdad! Que vivo de noche y que tomo copas, algo que tú ves. Y que he frecuentado el mundo de las putas y que me he tomado alguna vez alguna raya, cosa que los demás no dicen y yo entiendo que no lo digan. Aunque la hipocresía que hay es abominable.
—¿Crees que de haberte instalado dos décadas atrás en Barcelona en vez de en Madrid tu trayectoria musical habría sido la misma, o Madrid ha sido decisiva para tu éxito?
—Yo creo que si hubiera estado en Barcelona hubiera escrito y hubiera cantado. Pero Madrid ha sido absolutamente insustituible en la medida en que yo, que nunca tuve una casa ni una provincia y he sentido bastante desprecio siempre por el patriotismo y, sobre todo, por el patrioterismo y la nostalgia de la infancia, sentí que aquí, en Madrid, estaba en mi casa, que me habían hecho un hueco y no me pedían el carné ni me preguntaban el apellido ni cómo se llamaba mi padre ni cuánto dinero tenía. En Madrid se puede tener un amigo durante tres años sin saber su apellido o si vive en una casa de ricos o de pobres. Eso me deslumbró desde el primer momento.
—¿Eso habría sido inviable en Barcelona?
—Sí.
—¿Y un Pongamos que hablo de Barcelona también?
—Hubiera escrito otras canciones. Pero esa permeabilidad social de Madrid para mí es imprescindible. Yo eso sólo lo he visto aquí y en Nueva York, y es una gloria. Es la ciudad de nadie. A cuyos habitantes es imposible verlos desfilar detrás de una bandera o cantando un himno. Y es además una ciudad de doble nacionalidad: se puede ser de Úbeda y de Madrid, y asturiano y de Madrid, y gallego y de Madrid. Eso es maravilloso. En ciudades como Barcelona el apellido y la procedencia social cuentan mucho.
—En tus tiempos de universitario colocaste un cóctel molotov en la sucursal de un banco de Granada en protesta por el Proceso de Burgos. Ahora, en tus conciertos, llamas “hijos de puta” a los etarras. ¿Imaginaste alguna vez que aquellas víctimas de Franco llegarían a convertirse en la más sangrienta pesadilla de la democracia?
—No, nunca. Yo creo que del mismo modo que les exigimos a los obispos, si alguna vez lo hacen, pedir perdón por su actitud con el nazismo o el franquismo, la izquierda de este país, a la que orgullosamente he pertenecido y creo pertenecer, debiera pedir perdón por su complacencia con ETA durante muchos años. Yo tuve en mi casa de Londres a etarras y era una gente encantadora que pegaban tiros en la nuca, algo que nos parecía una cosa muy graciosa en ese momento. Y hacíamos mal. Porque de aquellos polvos vinieron estos lodos. Así que creo que la gente como yo está muy obligada a estar muy en contra y a decirlo muy alto por cobardes que sean. Y yo lo soy como el que más.
—¿De qué te sientes más orgulloso: de tus canciones o de tus hijas?
—(Largo silencio). La pregunta es muy hija de puta, y la contestaré. ¿Qué hay que decir? Hay que decir que de mis hijas, porque todos los que conozco dicen que la paternidad es la cosa más maravillosa del mundo. A mí mis hijas me gustan mucho, y me siento muy orgulloso de ellas y tengo una relación espléndida con ellas. Pero su madre ha hecho por ellas infinitamente más, yo he estado bastante ausente. Me siento más orgulloso de mis canciones en la medida en que las he hecho yo y me han costado mucho. No voy a ser hipócrita: no me costaron mucho mis hijas, fueron un regalo del cielo. A la pregunta ésa tan malvada, la respuesta es que me siento más orgulloso de mis canciones. Todo el mundo tiene hijos e hijas, los premios nobeles, los asesinos y los imbéciles, el orgullo es que salgan bien. Y han salido bien, en mi opinión, gracias a su madre. Así que estoy muy orgulloso de su madre.
—“Tengo un cáncer en la punta de la polla”. ¿El exabrupto proferido a una reportera pasará a los anales de la música patria?
—Ése fue un exabrupto a unos ‘paparazzi’ que venían siguiéndome, diciendo que habían oído por ahí que tenía cáncer de garganta. No les contesté las primeras cinco veces, y a la sexta les contesté, claro. No creo que esa frase pase a los anales de la música patria, pero en el mundo de Tamara y Tony Genil cualquier cosa puede suceder.
—Has sido nombrado recientemente Ciudadano Ilustre de Buenos Aires y Mar del Plata. ¿Qué es ser ilustre?
—Pues no tengo ni idea. Pero sí sé que sentí un poquito de emoción que no suelo sentir en los premios. Por ser Buenos Aires, una ciudad a la que he cortejado mucho. De hecho me bloqueé, estuve muy soso, no sabía qué decir. Me puse corbata (risas).
—¿Buenos Aires es ‘la otra’? Esto es, ¿Madrid es tu mujer y Buenos Aires la amante?
—Sí, es exactamente así. Desde el punto de vista del modo de sentirlo. Y desde el punto de vista de la frecuencia o la estadística, pues ya estoy tanto tiempo en Buenos Aires como en Madrid. Y me siento absolutamente en casa. He cantado este año más veces en Buenos Aires que en Madrid, he hecho allí tres giras, y el piropo que con mayor frecuencia me dicen los porteños cuando me quieren halagar es: “Sos más de aquí que los de aquí”.
—Por tu vida han desfilado unas cuantas mujeres. ¿El mayor amor es siempre el último?
—Debiera serlo. El otro día leí a no sé quién que, a partir de los 50, uno no se entrega a nada sin condiciones. Tal vez pase algo de eso. Claro que el último debe ser el mejor, sobre todo porque uno debiera aprender a elegir o a ponerse en el lugar donde lo eligen a uno.
—Tus más íntimos amigos te reprochan el que no te pongas al teléfono. ¿Vivir como en una burbuja obedece a un exceso de misantropía, de megalomanía o a una incapacidad manifiesta para seguir ejerciendo de Joaquín Ramón Martínez?
—Acepto absolutamente lo de misantropía, no lo de megalomanía, y la tercera estoy dispuesto a discutirla. Pero entre vivir en una burbuja, como tú dices, es decir, aislado de la calle y tal, y que suene, como en casa de mis amigos cantantes o actores, el teléfono absolutamente cada segundo (en la hora que tú y yo llevamos hablando habría sonado 20 veces y yo me habría levantado 20 veces), me quedo con la burbuja. Lo otro me parece falta de respeto e imposibilidad de trabajar y de hacer nada. Probé todo: tener contestador… El contestador tenía una desventaja tremenda, y era que yo no podía decirle a la gente que no sabía que habían llamado. Y además empezaron a amenazarme unos ultrasur del Real Madrid diciendo barbaridades sobre lo que nos iban a hacer cuando nos pillaran. Así que decidí no tenerlo y he perdido algunos amigos.
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