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A propósito de la aproximación histórica de Juan Antonio Pagola
Firmin es uno de los pseudónimos utilizados por el abbé Alfred Loisy en sus primeras publicaciones. El "pequeño libro" (le petit livre) es L'Évangile et l'Église publicado con su verdadero nombre el 10 de noviembre de 19002, conjuntamente con Études évangéliques, ya que, en su opinión, ambos libros tenían en común ser un ensayo de reconstrucción histórica del Evangelio y de los orígenes cristianos desde el punto de vista católico. "Adapter le catholicisme théorique aux faits de l'histoire, et le catholicisme practique aux réalités de la vie contemporaine". El 17 de enero de 1903 el Cardenal de París ya condenaba L'Évangile et l'Église, argumentado que se había publicado sin el "imprimatur" y por turbar gravemente la fe de los fieles sobre los dogmas fundamentales de la enseñanza católica. El 4 de diciembre de 1903 el Santo Oficio incluye en el Índice de Libros prohibidos estos dos libros, juntamente con Autour d'un petit livre (del que extraemos estos fragmentos y que fue publicado en 0octubre de 1903) y Le Quatrième Évangile (publicado en 1903).
M. Harnack (1851-1930) es el teólogo protestante que el año 1900 publica en Alemania Das Wesen des Christentums (La esencia del cristianismo), en el que defendía que la idea base del Evangelio era la paternidad de Dios y la conciencia filial de Jesús.
La carta "à un Curé-Doyen" (¿un arcipreste?) se mantiene dentro de un tono de simpatía respetuosa hacia la figura de un antiguo profesor ("aussi curieux que bienveillant") de seminario. Totalmente diferente es el tono de la carta "à un Cardinal", François Richard, arzobispo de París.
Presento estos textos por lo que puedan tener de valor histórico, dejando a la consideración de los posibles lectores la interpretación que los más de cien años ya transcurridos puedan pedir.
Firmin no conoce ningún libro católico en donde se exponga, en su fisonomía original, el hecho evangélico y en donde sea exactamente descrita la relación histórica de este hecho con el desarrollo constitucional, dogmático y cultual del catolicismo. Los libros de los seminarios no tienen sobre estos puntos más que las ideas abstractas de la teología escolástica. Firmin no ha pensado nunca transportar a su pequeño libro todas estas construcciones doctrinales que no tienen más que apariencias de historia. Debía abordar su tema como historiador: esto explica el carácter de su ensayo. (Pág. 9)
La historia sólo capta los fenómenos, con su sucesión y encadenamiento; percibe la manifestación de las ideas y su evolución, sin alcanzar el fondo de las cosas. Si se trata de hechos religiosos, la historia los ve limitándose a su forma sensible, no en su causa profunda. Respecto a estos hechos, permanece en una situación análoga a la del investigador delante de las realidades de la naturaleza, ya sean pequeñas o grandes. Lo que el investigador percibe no es más que un cúmulo de apariencias, una manifestación de fuerzas; pero la gran fuerza escondida detrás de todos los fenómenos no se deja alcanzar directamente por la experiencia. Dios no se muestra en el extremo del telescopio del astrónomo. El geólogo no lo exhumará removiendo la corteza de la tierra. El químico no lo podrá extraer del fondo de su probeta. A pesar de que Dios esté en todas partes en el mundo, se puede decir con verdad que él no es en ninguna parte el objeto propio y directo de la ciencia.
Él está igualmente en todas partes en la historia de la humanidad, pero no hay un solo personaje de la historia que no sea un elemento del mundo físico. ¿Acaso la historia de la religión se presenta como una revelación inmediata y total del Ser divino? ¿No aparece más bien como un lento progreso en el cual cada etapa supone la precedente y prepara la siguiente, estando ella misma condicionada por todas las circunstancias del presente?
Esta historia, incluso en el Evangelio, es una historia humana, en la medida en que se produce en la humanidad. Es como hombre, no como Dios, como Jesús ha entrado en la historia de los hombres.
Igual que la descripción de la naturaleza, la descripción de la historia no puede adoptar la forma de una oración o de un acto de fe. La historia no se escribe de rodillas, con los ojos cerrados ante el misterio divino. Y al igual que el naturalista no niega a Dios al describir el mundo, el historiador tampoco lo niega, ni destruye el carácter sobrenatural de la religión, ni la divinidad de Cristo, ni el Espíritu que actúa en la Iglesia, ni la verdad del dogma, ni la eficacia sobrenatural de los sacramentos, al describir el ministerio de Jesús en las humildes condiciones de su realidad, el desarrollo exterior de la institución eclesiástica, o el de la doctrina cristiana, o el del culto católico.
La representación natural de las cosas, tal como aparecen a la mirada del observador, es perfectamente compatible con su explicación sobrenatural. Pero esta explicación no es materia de la historia. Firmin ha citado este notable pasaje de Newman:
No es necesario negar que lo que es humano en la historia pueda ser divino a la mirada de la doctrina; no es necesario confundir el desarrollo exterior de las cosas con la acción íntima de la Providencia; no es necesario razonar como si la existencia del instrumento natural excluyera la operación de la gracia.
Entre M. Harnack y Firmin no se trataba de la explicación sobrenatural, sino de los hechos históricos, del hecho evangélico y del hecho eclesiástico, y de la relación que el historiador percibía entre uno y otro. M. Harnack sostenía que el hecho eclesiástico era como extranjero, heterogéneo, adventicio al hecho evangélico; Firmin ha querido mostrar que los dos hechos son conexos, que son homogéneos, íntimamente ligados, o más bien que son el mismo hecho en su unidad continua. Todo el pequeño libro está en este simple enunciado.
Firmin no hacía ningún misterio: en su prefacio había dicho claramente que él se situaba, como M. Harnack, en el punto de vista de la historia. […] No rechazaba ningún dogma, incluso los justificaba todos; admitía la divinidad de Cristo igual que la existencia de Dios, pero él no debía demostrar ni la una ni la otra.
Autour d'un petit livre
Pàg. 9-13 (texto no completo)
Tarea delicada, sin duda, pero legítima y necesaria.
Ni la fe, ni la Biblia, ni la Iglesia pueden prohibirnos conocer la historia de nuestra religión. Las Escrituras no dejarán de ser "siempre santas, siempre sagradas, siempre inviolables" cuando sepamos en qué condiciones fueron redactadas y conservadas, cuando comprendamos mejor el pensamiento de los que las compusieron.
El estudio histórico de la Biblia, Monseñor, sólo puede ser realizado por el método crítico, el cual puede proporcionar materiales a la teología y a la apologética, pero, por sí mismo, no es ni una parte de la teología ni una demostración de la verdad cristiana.
Una es la tarea del teólogo y otra la del crítico. La primera se fundamenta y está reglada sobre la fe; la segunda, aunque se trate de la Biblia, se fundamenta sobre una experiencia científica y sigue las reglas de la investigación científica.
Al comentario teológico de la Biblia se refieren las prescripciones oficiales de la Iglesia respecto de la interpretación de las Escrituras y en vano buscaríamos en él indicaciones sobre el análisis histórico de los Libros Santos. No es concebible, ciertamente, que la Iglesia dispense al teólogo, al predicador o al catequista de explicar la Escritura conforme a la tradición.
Pero hoy día mucha gente estudia la Biblia y la comenta sin intención de probar nada, sino con el único fin de determinar el significado primitivo y el alcance original de los textos. Es posible, en efecto, mirar la Biblia, no ya como la regla o mejor la fuente permanente de la fe, sino como un documento histórico en donde se pueden descubrir los orígenes y el desarrollo antiguo de la religión, un testimonio que permite captar el estado de la creencia en un determinado momento, presentándola en los escritos de una determinada época y con unas determinadas características.
La historia de los textos bíblicos, de la literatura bíblica, del pueblo y de la religión de Israel, de la teología bíblica, todos estos trabajos que no dicen nada a los metafísicos del dogma, son precisamente los únicos que interesan al crítico.
Todas estas investigaciones históricas sólo tienden a constatar y a representar los hechos, que no pueden estar en contradicción con ningún dogma, precisamente porque son hechos y los dogmas son ideas representativas de la fe, la cual no tiene por objeto el conocimiento humano, sino el incomprensible divino.
La exégesis teológica y pastoral y la exégesis científica e histórica son dos cosas muy diferentes, que no pueden ser regladas por una ley única: aunque la materia parezca idéntica, el objeto no es realmente el mismo.
La ley de la exégesis eclesiástica, cuya finalidad es enseñar, por medio de la Biblia, la fe y la moral católicas, no puede ser la ley de la exégesis simplemente histórica; y, recíprocamente, la ley de la exégesis histórica, cuya finalidad es la determinación de los hechos y del sentido primitivo de los textos, no puede ser la ley de la exégesis eclesiástica.
El trabajo crítico puede ser integrado por el creyente a la interpretación dogmática y debe serlo por todo el que enseñe en nombre de la Iglesia; pero, en tanto que histórico y crítico, tiene en sí mismo su razón de ser, su método, y sólo de él dependen las conclusiones adecuadas a su propia naturaleza.
Me parece, Monseñor, que hasta el presente no hemos distinguido suficientemente los papeles y los derechos respectivos del teólogo y del crítico.
Que éste permanezca sobre su terreno, que no quiera pisar el campo de la fe y de su interpretación dogmática. No le toca al historiador, si es solamente historiador, pronunciarse sobre el fondo de la religión y sobre el objeto de la revelación. El no tiene que decidir, por ejemplo, si Jesús es o no el Mesías prometido a Israel, la revelación humana de Dios, la manifestación personal de la Sabiduría increada. Esta cuestión no se sitúa solamente ante la inteligencia del crítico, sino ante la conciencia del hombre, y no puede ser resuelta únicamente por el testimonio de la historia. El historiador no tiene por qué, en nombre de la crítica, dar una respuesta, porque no puede hacerlo únicamente por los medios de la exégesis científica. Y quien quisiera abordar esta cuestión con prudencia, resolverla con seguridad, juzgará que el testimonio de la conciencia cristiana en la Iglesia debe ser escuchado juntamente con el del Evangelio, al que continúa e interpreta sin confundirse con él.
Que el teólogo, por su parte, cese de identificar la historia con la teología y de considerar sus especulaciones como la forma única, adecuada e inmutable, del conocimiento religioso y de la ciencia de la religión. Que comprenda, en fin, que la historia de los orígenes cristianos es otra cosa que la definición actual de la verdad cristiana. Los dogmas tienen también su historia. […]
Por sus propios principios, ni el crítico está capacitado para formular conclusiones de fe ni el teólogo está autorizado para formular conclusiones de historia.
El teólogo puede emitir conclusiones a propósito de la historia, pero no serán conclusiones históricas; y de manera semejante el historiador puede emitir conclusiones a propósito de las creencias, pero no serán conclusiones de fe. Es de fe, por ejemplo, que Cristo murió en la cruz. Este artículo es de fe en cuanto pertenece a la enseñanza de la Iglesia sobre Cristo. Pero la crucifixión de Jesús, es simplemente cierta. El historiador se apoyará sobre la fe para sostener que Jesús fue crucificado en Jerusalén, por orden de Poncio Pilato, sino sobre la solidez del testimonio tradicional. La Iglesia seguramente podría definir el carácter histórico de un texto o de un dato bíblico, pero este carácter sería anterior a la definición y no es por la definición que el historiador podría y debería probarlo.
La autoridad histórica de la Biblia no se fundamenta en la inspiración divina ni se prueba por ella. El sentido histórico de la Biblia no procede de la interpretación eclesiástica ni se prueba tampoco por la autoridad de la Iglesia […]. La razón exige, como la tradición lo ha comprendido sanamente, que el testimonio bíblico tenga un valor propio, independiente del testimonio eclesiástico y fundamentándolo; de lo contrario todo el edificio estaría fundamentado en el vacío. Para que la armonía subsista entre estos dos testimonios, que no son más que uno, pero en momentos diversos, es suficiente considerarlos como lo que son: el primero como la raíz del segundo; y éste como el desarrollo del primero.
Es de toda evidencia que el estudio histórico de los Libros Santos debe distinguirse del trabajo del pensamiento teológico y de la meditación religiosa. No se concibe que la crítica pueda seguir respecto a la Escritura un método diferente del que se aplica a otros documentos de la antigüedad; que sus conclusiones puedan serle dictadas por adelantado; que pueda ser moralmente obligada a ver en los textos otra cosa que lo que estos contienen, a suponerles un carácter y unas garantías, diferentes de lo que presentan por sí mismos a un observador imparcial.
La obligación del creyente de considerar la Biblia como una fuente autorizada de la fe y un testimonio que Dios se da a sí mismo mantiene entre el crítico católico y el crítico protestante o incrédulo una diferencia esencial. El crítico católico, a diferencia del incrédulo, admitirá que la Biblia es un libro de verdad, que la religión bíblica es la verdadera religión; y, a diferencia del protestante, que la verdad salvífica no se extrae de la Escritura por el sólo esfuerzo de la razón individual, sino que la Biblia, como libro de fe y testimonio de la revelación divina, tiene su intérprete autorizado en la Iglesia, es decir en la conciencia colectiva y permanente del cristianismo vivo.
Autour d'un petit livre
Pág. 48-59 (texto no completo)
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Miquel Sunyol sscu@tinet.cat 20 marzo 2010 |
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