En el agitado debate contemporáneo sobre la relación entre
Cristianismo y otras religiones, no faltan
entre los teólogos católicos quienes afirman que las
religiones son caminos igualmente válidos de
salvación. Se trata de teorías relativistas que niegan
o consideran superables algunas verdades
fundamentales de la fe católica acerca el carácter definitivo
y completo de la revelación de Jesús, el
carácter inspirado de los libros de la Sagrada Escritura, la
inseparable unidad personal entre el
Verbo eterno y Jesús de Nazaret, la unidad de la economía
del Verbo encarnado y del Espíritu
Santo, la unidad y universalidad salvífica del misterio de la
encarnación, pasión y muerte de Nuestro
Señor Jesucristo, la mediación salvífica universal
de la Iglesia, la inseparabilidad -en la distinción-
entre Reino de Dios, Reino de Cristo e Iglesia, la subsistencia de
la única Iglesia de Cristo en la
Iglesia católica.
Estas teorías se fundan sobre algunos presupuestos de naturaleza
filosófica y teológica bastante
difundidos. Entre estos, la Declaración señala, por ejemplo,
la convicción de la inaferrablilidad y la
inefabilidad de la verdad divina, ni siquiera por parte de la revelación
cristiana; la actitud relativista
con relación a la verdad, por la cual, aquello que es verdad
para algunos no lo es para otros; la
contraposición radical que habría entre la mentalidad
lógica occidental y la mentalidad simbólica
oriental; el subjetivismo exasperado de quien considera a la razón
como única fuente de
conocimiento; el vaciamiento metafísico del evento del misterio
de la encarnación; el eclecticismo de
quien, en la investigación teológica, asume ideas derivadas
de diferentes contextos filosóficos y
religiosos, sin preocuparse de su coherencia, conexión sistemática
y compatibilidad con la verdad
cristiana; la tendencia, en fin, a leer e interpretar la Sagrada Escritura
fuera de la Tradición y el
Magisterio de la Iglesia.
Teniendo en cuenta este debate, la Comisión Teológica
Internacional ya había publicado en 1997 un
documento, El Cristianismo y las religiones, que con amplitud de referencias
bíblicas y
motivaciones teológicas mostraba la falta de fundamento de una
teología pluralista de las religiones,
afirmando en cambio la unicidad y la universalidad salvífica
del misterio de Cristo y de la Iglesia,
fuente de toda salvación, dentro y fuera del cristianismo. Sin
embargo, dada la enorme y rápida
difusión de la mentalidad relativista y pluralista, la Congregación
para la Doctrina de la Fe interviene
ahora con la presente Declaración para reproponer y clarificar
algunas verdades de fe, siguiendo el
ejemplo del Apóstol Pablo a los fieles de Corinto: «Os
transmití, en primer lugar, lo que a mi vez
recibí» (1 Co 15,3).
En concreto la Declaración se articula en seis puntos, que resumen
los datos esenciales de la
doctrina de la fe católica sobre el significado y el valor salvífico
de las otras religiones.
I. Plenitud y definitividad de la revelación de Jesucristo
Contra la tesis que sostiene el carácter limitado, incompleto
e imperfecto de la revelación de Jesús, la
cual sería una complemento de la revelación presente
en otras religiones, la Declaración reafirma la
fe católica acerca la plena y completa revelación en
Jesucristo del misterio salvífico de Dios. Siendo
Jesús verdadero Dios y verdadero hombre, sus palabras y sus
acciones manifiestan en modo total y
definitivo la revelación del misterio de Dios, aun cuando la
profundidad de tal misterio permanece en
si mismo trascendente e inagotable. En consecuencia, no obstante admitir
que las otras religiones no
raramente reflejan un rayo de aquella Verdad que ilumina a todos los
hombre (cf. Nostra aetate, 2),
se afirma nuevamente que la calificación de libros inspirados
se reserva solamente a los libros
canónicos del Antiguo y el Nuevo Testamento, que, en cuanto
inspirados por el Espíritu Santo, tienen
a Dios por Autor y enseñan con firmeza, fidelidad y sin error
la verdad sobre Dios y la salvación de
la humanidad. La Declaración enseña además que
debe ser firmemente retenida la distinción entre fe
teologal, que es la acogida de la verdad revelada por Dios Uno y trino,
y la creencia en las otras
religiones, que es una experiencia religiosa todavía en búsqueda
de la verdad absoluta y carente
todavía del asentimiento a Dios que se revela.
II. El Logos encarnado y el Espíritu Santo en la obra de la salvación
Contra la tesis de la doble economía salvífica: la del
Verbo eterno, que sería universal y por lo tanto
válida también fuera de la Iglesia, y aquella del Verbo
encarnado, que estaría limitada solamente a los
cristianos, la Declaración afirma la unicidad de la economía
salvífica del único Verbo encarnado,
Jesucristo, Hijo unigénito del Padre. Su misterio de encarnación,
muerte y resurrección es la fuente
única y universal de salvación para toda la humanidad.
El misterio de Cristo tiene en efecto una
intrínseca unidad, que se extiende desde la elección
eterna de Dios hasta la parusía: Dios «nos ha
elegido en él antes de la fundación del mundo»
(Ef 1,4). Jesús es el mediador y redentor universal.
Por esto, es asimismo errónea la hipótesis de una economía
salvífica del Espíritu Santo investida de
un carácter más universal de la economía del Verbo
encarnado, crucificado y resucitado. El Espíritu
Santo es de hecho el Espíritu de Cristo resucitado, y su acción
no se pone fuera o al lado de la
acción de Cristo. Se trata, en efecto, de una única economía
trinitaria, querida por el Padre y
realizada en el misterio de Cristo con la cooperación del Espíritu
Santo.
III. Unicidad y universalidad del misterio salvífico de Jesucristo
En consecuencia la Declaración reafirma la unicidad y la universalidad
salvífica del misterio de
Cristo, que en su evento de encarnación, muerte y resurrección
ha llevado a cumplimiento la historia
de la salvación, la cual tiene en él su plenitud, su
centro y su fuente. Ciertamente, la única mediación
de Cristo no excluye mediaciones participadas de distintos tipos y
orden; estos, sin embargo,
obtienen su significado y su valor únicamente de la mediación
de Cristo y no pueden entenderse
como paralelas o complementarias. Las propuestas de un obrar salvífico
de Dios fuera de la única
mediación de Cristo resultan contrarias a la fe católica.
IV. Unicidad y unidad de la Iglesia
El Señor Jesús continúa su presencia y su obra
de salvación en la Iglesia y a través de la Iglesia, que
es su cuerpo. Así como la cabeza y los miembros de un cuerpo
vivo a pesar de no identificarse entre
sí son inseparables, Cristo y la Iglesia non pueden confundirse
ni tampoco separarse.
Por ello, en conexión con la unicidad y la universalidad de la
mediación salvífica de Jesucristo, se
debe creer firmemente como verdad de fe católica la unidad de
la Iglesia por él fundada. Los fieles
están obligados a profesar que existe una continuidad histórica
entre la Iglesia fundada por Cristo y la
Iglesia Católica. En efecto, la única Iglesia de Cristo
«subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el
sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él»
(Lumen gentium, 8). En relación a la
existencia de numerosos elementos de santificación y de verdad
fuera de su estructura visible (cf.
ibid), o en las Iglesias y Comunidades eclesiales que no están
todavía en plena comunión con la
Iglesia Católica, es necesario afirmar que su eficacia «deriva
de la misma plenitud de gracia y verdad
que fue confiada a la Iglesia católica» (Unitatis et redintegratio,
3).
Las Iglesias que no aceptan la doctrina católica del Primado
del Obispo de Roma permanecen
unidas a la Iglesia Católica por medio de estrechísimos
vínculos, como la sucesión apostólica y la
Eucaristía válidamente consagrada. Por eso, también
en estas Iglesias está presente y operante la
Iglesia de Cristo, si bien falte la plena comunión con la Iglesia
católica. Por el contrario, las
Comunidades eclesiales que no han conservado el Episcopado válido
y la genuina e íntegra sustancia
del misterio eucarístico, no son Iglesia en sentido propio;
sin embargo, los bautizados en estas
Comunidades han sido incorporados por el Bautismo a Cristo y, por lo
tanto, están en una cierta
comunión, si bien imperfecta, con la Iglesia católica.
«Por consiguiente, aunque creamos que las
Iglesias y Comunidades separadas tienen sus defectos, no están
desprovistas de sentido y de valor
en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de
Cristo no ha rehusado servirse de ellas como
medios de salvación» (Unitatis redintegratio, 3).
V. Iglesia, Reino de Dios y Reino de Cristo
La misión de la Iglesia es «anunciar el Reino de Cristo
y de Dios, y establecerlo en medio de todas
las gentes; [la Iglesia] constituye en la tierra el germen y el principio
de este Reino» (Lumen gentium,
5). Por un lado la Iglesia es «signo e instrumento de la íntima
unión con Dios y de la unidad de todo
el género humano» (ibid, 1), y por lo tanto es signo e
instrumento del Reino: llamada a anunciarlo e
instaurarlo. Por otro lado, la Iglesia es el «pueblo reunido
por la unidad del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo» (ibid, 4): ella es así el «reino
de Cristo presente ya en el misterio» (ibid, 3),
constituyendo de ese modo su germen e inicio. Pueden darse distintas
explicaciones teológicas
sobre estos temas. Sin embargo, no se puede en ningún modo negar
o vaciar de significado la íntima
conexión que existe entre Cristo, el Reino y la Iglesia. En
efecto, «el Reino de Dios que conocemos
por la Revelación, no puede ser separado ni de Cristo ni de
la Iglesia» (Redemptoris missio, 18).
El Reino de Dios no se identifica, sin embargo, con la realidad visible
y social de la Iglesia. En efecto,
no se debe excluir «la obra de Cristo y del Espíritu Santo
fuera de los confines visibles de la Iglesia"
(ibid). Al considerar las relaciones entre el Reino de Dios, el Reino
de Cristo y la Iglesia, se hace
necesario evitar acentuaciones unilaterales, como ocurre cuando se
habla del Reino de Dios sin
mencionar a Cristo, o se privilegia el misterio de la creación
callando sobre el misterio de la
redención. En tales casos, se aduce que Cristo no puede ser
comprendido por quién no posee la fe
cristiana, mientras pueblos, culturas y religiones diversas pueden
reencontrarse en la única realidad
divina, cualquiera sea su nombre. Así entendido, el Reino termina
incluso por marginar y subestimar a
la Iglesia. En la práctica se niega la unicidad de la relación
que tienen Cristo y la Iglesia con el Reino
de Dios.
VI. La Iglesia y las religiones en relación con la salvación
De cuanto se acaba de recordar, derivan también algunos puntos
necesarios e irrenunciables para la
profundización teológica de la relación que tienen
la Iglesia y las religiones con la salvación. Ante
todo, debe ser firmemente creído que la «Iglesia peregrinante
es necesaria para la salvación, pues
Cristo es el único Mediador y el camino de salvación,
presente a nosotros en su Cuerpo, que es la
Iglesia» (Lumen gentium, 14). Esta doctrina no se contrapone
a la voluntad salvífica universal de
Dios; por lo tanto, «es necesario, pues, mantener unidas estas
dos verdades, o sea, la posibilidad real
de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad
de la Iglesia en orden a esta misma
salvación» (Redemptoris missio, 9). Para aquellos que
no son formal y visiblemente miembros de la
Iglesia, «la salvación de Cristo es accesible en virtud
de la gracia que, aun teniendo una misteriosa
relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella,
sino que los ilumina de manera adecuada
en su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de
Cristo; es fruto de su sacrificio y es
comunicada por el Espíritu Santo» (ibid, 10).
Acerca el modo en que la gracia salvífica de Dios llega a los
individuos no cristianos, el Concilio
Vaticano II se limitó a afirmar que Dios la dona «por
caminos que Él sabe» (Ad gentes, 7). La
teología está tratando de profundizar este argumento.
Sin embargo, queda claro que sería contrario a
la fe católica considerar a la Iglesia como un camino de salvación
al lado de aquellos constituidos
por las otras religiones.
Ciertamente, las diferentes tradiciones religiosas contienen y ofrecen
elementos de religiosidad, que
forman parte de «todo lo que el Espíritu obra en los hombres
y en la historia de los pueblos, así
como en las culturas y religiones» (Redemptoris missio, 29).
A ellas, sin embargo, no se les puede
atribuir un origen divino ni una eficacia salvífica ex opere
operato, que es propia de los sacramentos
cristianos. Por otro lado, no se puede ignorar que otros ritos no cristianos,
en cuanto dependen de
supersticiones o de otros errores (cf. 1 Co 10, 20-21), constituyen
más bien un obstáculo para la
salvación.
Con la venida de Jesucristo Salvador, Dios ha establecido a la Iglesia
para la salvación de todos los
hombres. Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia
considera las religiones del
mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye esa mentalidad
indiferentista «marcada
por un relativismo religioso que termina por pensar que "una religión
es tan buena como otra"»
(Redemptoris missio, 36). Como exigencia del amor a todos los hombres,
la Iglesia «anuncia y tiene
la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es "el
Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14,
6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa
y en quien Dios reconcilió consigo
todas las cosas» (Nostra aetate, 2).
Conclusión
La presente Declaración ha querido reproponer y aclarar algunas
verdades de fe frente a propuestas
problemáticas o incluso erróneas.
Al tratar el tema de la verdadera religión, los Padres del Concilio
Vaticano II han afirmado:
«Creemos que esta única religión verdadera subsiste
en la Iglesia católica y apostólica, a la cual el
Señor Jesús confió la obligación de difundirla
a todos los hombres, diciendo a los Apóstoles: "Id,
pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado
(Mt 28, 19-20)." Por su parte todos
los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en
lo referente a Dios y a su Iglesia, y,
una vez conocida, a abrazarla y practicarla» (Dignitatis humanae,
1).
[01763-04.01] [Texto original: Español]