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Anar a Pòrtic
de n'Alfredo Fierro
Com ja he dit altres vegades, la presentació per part meva del text d'un autor no vol dir la meva adhesió, sinó, tot simplement, és una invitació a la seva lectura i reflexió.
La recuperación eclesiástica de Juana [de Arco] la ha elevado a los altares. En el santoral católico aparece como virgen, no como mártir. Esto hubiera sido el colmo. El enaltecimiento a santa no ha indagado, sin embargo, en la causa a que sirvió, ni tampoco en sus dudas de conciencia a última hora. Parece que las tuvo, cuando -y puesto que- renuncia a sus ropas de varón. Con todo, al margen de la rememoración canónica del santoral, merece Juana, a igual título que Jesús y con mayor -mejor informada- certeza, ser recordada como mártir, víctima de persecución religiosa por parte de los jerarcas mismos gestores de su fe. Eso la hace atractiva en su porte rebelde y legendario, que ha inspirado a artistas, a creadores.
Una extensa nómina de cineastas y de fabuladores ha tomado a Juana como materia de su creación. Paul Claudel escribió la poética letra de un oratorio al que Honegger había de ponerle música: Juana en la hoguera (1935). En el cine, dos grandes realizadores, primero Dreyer, en 1928, y luego Rosellini, en 1954, han creado sendas obras maestras con la pasión y muerte de Juana. Coinciden esas creaciones en una interpretación -del todo plausible, no arbitraria- del proceso judicial y de los sentimientos íntimos y vacilaciones de Juana. Que haya vacilado es una recreación literaria y fílmica bien verosímil. Una joven, aunque haya estado curtida en batallas y ganado la plaza de Orleans, no puede haber ido al fuego con el alma en sosiego.
Tampoco han podido ir al cadalso con ánimo sereno, sin dudas de creencias, los cristianos condenados a la hoguera como visionarios o herejes. Los jueces a menudo les acusaron de contumacia, de obstinación diabólica, al empecinarse en sus creencias subjetivas. Su terquedad, empero, no fue de naturaleza distinta que la de otros mártires reputados luego santos. Seguro, además, que tuvieron dudas parecidas todos ellos, los santos con palma de martirio y los heterodoxos condenados. A uno de estos últimos, un desconocido, un secundario, simple peón de la sufrida infantería de la historia, Cipriano Salcedo de nombre, condenado en auto de fe en Valladolid, en mayo de 1559, lo ha rescatado Miguel Delibes del olvido en el hereje.
Presenta a Cipriano como erasmista, a la vez que creyente sincero en "el beneficio de Cristo", según sospechosa expresión del reformista católico Benito de Mantua. En el cadalso, a punto del garrote y de la hoguera, le piden profesar su creencia no ya solo en la iglesia, sino en ella con el añadido de "romana". Al parecer, según los documentos, responde que sí cree en ella, si se trata de "la de los apóstoles". Entre los documentos se halla la declaración del aya de Cipriano, que una semana después de la ejecución fue ordenada a comparecer ante la Inquisición y preguntada por "la razón de su presencia en el quemadero" y por haber conducido ese día la borriquilla. El aya, tras manifestar cómo había criado a su "niño", dice lo que vio y sintió aquel día: "lo que más la conmovió fue el coraje con que murió su niño, que aguantó las llamas tan tieso y determinado, que no movió un pelo, ni dio una queja, ni derramó una lágrima, que a la vista de sus arrestos ella diría que Nuestro Señor le quiso hacer un favor ese día".
El trazo novelado, pero no fantasioso, de el hereje explora dentro de la piel y la conciencia de Cipriano para darle voz a su zozobra: ¿debería persistir en su forma de fe en Cristo, tan esforzadamente adquirida, o volver a la fe de sus mayores, la de la Iglesia que manda y conforme manda ella?; y ¿cómo hacerlo sin segura certidumbre de la verdad? En las horas anteriores inmediatas al auto de fe, el Cipriano de Delibes se da de bruces con la experiencia de que el cielo calla. Es un silencio abrumador de Dios que él atribuye a la "taxativa limitación de su cerebro", mientras se halla en "la terrible necesidad de tener que decidir por sí mismo, y a solas, la vital cuestión".
Delibes, como Claudel, Rosellini, Dreyer ha captado la mayor tortura y pasión de los condenados, por su fe, a la hoguera: el silencio del cielo, acaso el mismo silencio que, como suele comentarse en glosa a las palabras de Jesús en la cruz según los evangelios, le dolió al crucificado hasta llevarle a exclamar -se dice- el primer versículo de un salmo de tribulación: "Dios mío ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27, 46; Mc 15, 34).
La canonizada Juana no ha sido la primera; y el casi ignoto Cipriano Salcedo, más de un siglo después, no ha sido el último en la atroz sucesión de condenas al patíbulo…
Alfredo Fierro
Después de Cristo
Pág 247-248 (extracto)
Editorial Trotta
Postil·la 1
En Rouen, Santa Juana de Arco Virgen, llamada la Doncella de Orleans; la cual, habiendo peleado valientemente en defensa de la patria, al fin entregada al poder de sus enemigos fue condenada en inicuo juicio y quemada en la hoguera; fue canonizada por el Sumo Pontífice Benedicto XV.
Abans
del Vaticà II
En Rouen, de Normandía, en Francia, santa Juana de Arco, virgen, que, conocida como la doncella de Orleans, luchó firmemente por su patria, pero al final fue entregada al poder de los enemigos, condenada en un juicio injusto y quemada en la hoguera (1431).
Després
del Vaticà II
Postil·la 2
Postil·la 3
Carta oberta
a Miguel Delibes
Octubre 2007
Gràcies per la visita
Miquel Sunyol sscu@tinet.cat 31 maig 2020 |
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