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de Alfredo Fierro
Como ya he dicho otras veces, la presentación por mi parte del texto de un autor no significa mi adhesión, sino, simplemente, es una invitación a su lectura y reflexión.
La reivindicación cristiana de la pobreza ha sido en la Baja Edad Media la principal portadora del ardor religioso y de los intentos de reforma dentro de la iglesia. La elección y el simple elogio de la pobreza han constituido, además, en todo tiempo una forma de insurrección no ya solo frente a la riqueza, sino también frente al poder, el eclesiástico y el de su brazo secular, el político. Por eso, las iglesias han de frenar esa reivindicación o bien canalizarla dentro de instituciones, como las órdenes mendicantes, obedientes y reconocidas por el papa, para que no pongan en peligro su autoridad. El propósito o voto de pobreza queda a resguardo solo si va bien acompañado, controlado, por los de obediencia y de castidad.
La Iglesia no vio con buenos ojos las ramas desgajadas del tronco franciscano, sobre todo si abandonaban al propio tiempo la castidad y/o la obediencia. Fue ya el caso de Gerardino Segalello (1). Hacia 1260 (2), tras no ser aceptado en un convento franciscano, vende sus bienes y se propone imitar a Cristo en una desnudez aún más radical que la de Francisco (3). Frente a los frailes "menores" de este, los suyos se llamarán y querrán ser "mínimos", todavía por debajo de los menores. Acaba Segalello sus pobres días en la hoguera (4), al igual que un inmediato seguidor suyo, Dolcino (1250-1307), que reúne otros agravantes de herejía y rebeldía. En él, igual que en otros líderes y grupos represaliados como heréticos, concurrieron a la condena capital algunas circunstancias -libertinas, subversivas, peligrosas- en explosiva mezcla y no en casual coincidencia, sino bien deliberadas: concurrencia de una pobreza radical con la crítica a las riquezas eclesiásticas, con la insumisión e independencia respecto a los jerarcas y, ya en el colmo, con la libertad y promiscuidad sexuales. Esto último, del todo ajeno al franciscanismo condescendiente con la autoridad eclesiástica, correspondía, por otro lado, a una lógica evangélica sin réplica posible: si todo ha de ser común en la fraternidad de la pobreza, también las mujeres deben ser comunes.
Las condenas a veces alcanzan a los propios mendicantes castos y obediente. Un general de la orden franciscana, Michele de Cesena (1270-1342), es excomulgado por Juan XXII (1249-1334, papa desde 1316) por no haber sido lo bastante dócil: por haberse alineado junto a Luis de Baviera contra el mismo papa (5). En 1323 también Juan XXII condena proposiciones que eran defendidas por algunos franciscanos. Anatematiza a los que "afirman que ni Jesús ni los apóstoles poseyeron nada, ni siquiera en común" (6). Esta última puntualización, relativa a los bienes comunes, resultaba crucial, pues los monasterios, de los que querían distinguirse bien los mendicantes, poseían en comunidad cuantiosas riqueza. El propio papa, en 1318, había condenado a los fraticelli, que afirmaban que Jesús y los apóstoles no poseían propiedad alguna ni individual ni común. Hay que advertir, de todos modos, que la máxima herejía de esos frailecillos estaba de nuevo en otro punto candente: tocaba de manera directa a la naturaleza y estructura de la Iglesia. Hablaban ellos de dos iglesias, una "carnal, entregada a las riquezas", otra "espiritual, sujeta a pobreza" (7). Es decir, también en este caso, como en tantos otros, la condena explícita de doctrinas como heréticas no responde a los verdaderos motivos de fondo: sociales y económicos.
Alfredo Fierro
Después de Cristo
Pág 208-209
Editorial Trotta
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Miquel Sunyol sscu@tinet.cat 13 diciembre 2018 |
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