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Anar a Pòrtic
de n'Alfredo Fierro
Com ja he dit altres vegades, la presentació per part meva del text d'un autor no vol dir la meva adhesió, sinó, tot simplement, és una invitació a la seva lectura i reflexió.
Como gesto ejemplar de entrega a la pobreza y desprendimiento de bienes, la memoria posterior ha retenido el de Francisco de Asís, en 1206. Pero no fue Francisco el primero en ese gesto. Hacia 1170, y en ejemplo inaugural, un rico comerciante de Lyon, Pedro Valdo, había repartido todos sus bienes con igual desprendimiento. Los comienzos de Francisco fueron semejantes a los de Valdo. La memoria eclesiástica ha trascordado ese antecedente de la pobreza franciscana, y no por fortuita desmemoria, sino por relegación al anatema del movimiento instaurado por Valdo, el de los "pobres de Lyon", luego "valdenses", condenados como heréticos.
Los movimientos de pobres comienzan a la vez que la teología escolástica en las universidades y que el arte gótico en los templos. Son asimismo coetáneos de una jerarquía eclesiástica preocupada por el deterioro de la vida clerical y que con buenas intenciones se esfuerza en reformarla, mientras que, pese a su esfuerzo, casi todo continúa igual. Monjes piadosos son elevados al episcopado, al pontificado incluso… En ese momento de comienzos surge la iniciativa, a la vez espiritual y de pobreza, de Francisco de Asís, el "Francisco" por antonomasia, sin confusión posible, de la historia cristiana, sin necesidad de añadido alguno, ni siquiera el de santo por delante, pues no le cuadra a su modestia: si en vida rehusó el sacerdocio, hubiera rehusado no menos verse en los altares.
[...]
No fue Francisco el inventor de la pobreza evangélica, pero sí el mayor impulsor de la variedad eclesiásticamente aceptada de un ideal de vida austera, que se encarna en la orden mendicante por él creada, semejante a otras fraternidades de pobres ya existentes.
[...]
El franciscanismo dice abrazarse a la hermana pobreza por imperativo evangélico. En realidad, el evangelio que la exige es no tanto el de Jesús, cuanto el de Pedro Valdo, el del propio Francisco y otros pobres voluntarios que, ellos sí, presumen de pobreza en Cristo y se aprestan a imitarla. Se organizan a veces en congregaciones como las creadas por Francisco y por Domingo de Guzmán, bajo el principio y convicción de que ni Cristo ni los apóstoles poseyeron nada propio, ni de su peculio personal, ni tampoco en común. Esto les diferencia de los monjes que viven en prósperos monasterios y abadías.
[...]
Aun sin ser el único, ni tampoco el primero en la libre elección de la pobreza, Francisco sobresale entre los pioneros de la pobreza voluntaria. La Iglesia, algo a regañadientes, pero en acto de justicia poética -o teológica- hubo de reconocerle como hijo suyo insigne y ejemplo de santidad. La pronta canonización de Francisco, en 1228, fue, por otro lado, hasta cierto punto, un truco de neutralización póstuma de su figura ejemplar. También en esto se manifiesta la astucia de la Iglesia, tan hábil al condenar como al elevar a los altares. Toda ideología minoritaria -como la de la pobreza- y desviada de la oficial se expone a ser considerada herética. Ahora bien, al no ser posible anatematizar sin distingos a todos los divergentes, conviene discernir en ellos: reconocer y canonizar a algunos como santos, reprobar a otros como heréticos. Esta decisión ha dependido de la sumisión o insumisión ante la autoridad de la iglesia; y el franciscanismo ha sido aceptado porque fue sumiso. Justo, pues, en ese reconocimiento revela sus límites de versión domesticada y dócil en un poderoso movimiento de pobres, que le sobrepasó por todos los costados en numerosas fraternidades contemporáneas o posteriores a Francisco, asociadas a veces con doctrinas espiritualistas -del libre espíritu- que la Iglesia, en cambio, no podía ver con buenos ojos.
Su ideario de vida evangélica… es vivir como el pueblo llano: en la pobreza y no solo austeridad. En eso Francisco ofrece el mejor modelo cristiano de su época, sin bastardas adherencias y exento de complicidades con dudosas compañías.
[...]
No está él solo, sin embargo, en el llamamiento a la pobreza y en la práctica de esa por exigencia del evangelio. En su tiempo, y todavía durante un par de siglos, pululan las fraternidades de pobres. Del propio tronco franciscano se desgajan ramas que serán tildadas de heréticas por Roma, como los fraticelli -frailecillos o "hermanitos"- que, tras una bula papal condenatoria de Juan XXII, se zafan de la obediencia a sus superiores y abandonan la orden franciscana.
Bajo ingenioso envoltorio de una pesquisa policíaca, las vicisitudes de la culta narración de Humberto Eco [el nombre de la rosa] discurren un siglo después de Francisco, en la década de 1320, tiempo álgido de las controversias sobre la pobreza. Terciando en ellas, el autor pone en boca del maduro Guillermo de Baskerville, mentor del novicio Adso, palabras matizadas bien certeras:
Nunca podrás decidir sobre la base de los evangelios, si Cristo consideró, o no, propia, la túnica que llevaba puesta. Pero lo que importa no es si Cristo fue, o no, pobre, sino si la Iglesia debe o no ser pobre (1).
Ese pulimentado comentario fija la posición de Guillermo o, más bien, de Eco, no solo para juzgar ahora de modo retrospectivo las querellas de entonces, también para formar criterio escéptico frente a confiadas tesis de teólogos actuales demasiado seguros de que Jesús vivió en pobreza voluntaria y de que, por tanto, constituye modelo permanente en esa opción de vida. La lección de Eco, por boca de Guillermo, se resume en eso: es muy plausible y comprensible el pensamiento o, más bien, el deseo de que Cristo haya preferido y bendecido la pobreza, pero resulta bien difícil demostrar que en verdad haya vivido pobre.
A la cauta consideración de este personaje de el nombre de la rosa cabe añadir alguna otra. En tiempos de Francisco, transcurridos once siglos tras la muerte de Jesús, en el cristianismo ha habido de todo y hay de todo… Pero entre tanto, no ha habido pobreza voluntaria, solo la penuria forzosa del pueblo menesteroso, que ha de sufrirla por destino y no por elección. Del evangelio y del Nuevo Testamento ha salido una religión, a juicio de Hegel, "absoluta" y perfecta, insuperable. No ha surgido, en cambio, un ideal de pobreza, de despojamiento voluntario de las posesiones.
Así, pues, la fe cristiana no puede anotar en su haber, como gran logro, que -al cabo de mil años- algunos fieles hayan creído leer ese ideal en los evangelios. Antes bien, con esta demora de un milenio resulta imposible contemplar la pobreza como elemento cardinal en ellos. En sensatez histórica, de cualquier tradición religiosa que solo tras varios siglos introdujera una novedad de tal calado, se apostillaría que, en todo caso, la novedad da lugar ya a otra religión.
Así es en efecto, valdría más reconocerlo: el evangelio de la pobreza, el de Valdo, de Francisco y los "fraticelli", difiere del evangelio original tanto o más que este del judaísmo de su tiempo. Y, si no ha dado lugar a una nueva religión, es por no haber conseguido imponerse a un número suficiente de adeptos y haber permanecido minoritario y marginal.
[...]
Francisco podría haber dado comienzo a otra religión o, al menos, a una reforma intracristiana. De Jesús y de Pablo difiere Francisco tanto como Lucero del propio Pablo. Pero de Francisco no salió una nueva religión y ni siquiera una Reforma; y en ello están sus límites: se quedó corto; no tuvo voluntad o capacidad de reformador. Ni siquiera se atrevió a declarar caducado el reino del Hijo, de Jesús el Cristo, y proclamar un reino del Espíritu, como cincuenta años antes de él hubo quien lo proclamara, Joaquín de Fiore, porque todo estaba preparado para dejar atrás el Nuevo Testamento o, mejor y al menos, dejar atrás la Iglesia, superarla. La escasa huella que Francisco ha dejado no se corresponde con la magnitud de su figura.
Lo que de él quedó ha tenido escasa visibilidad y relevancia. De él y de otras hermandades de pobres pudo haber arrancado un cambio como el de Lutero. Encarnó Francisco, según Auguste Comte, la "única promesa real de reforma cristiana". La promesa, sin embargo, quedó incumplida; no llegó a producirse una reforma franciscana.
¿No se daban las condiciones sociales para ello? Ni siquiera lo intentó.
¿No tuvo agallas para intentarlo? Seguramente no creyó que esto fuera lo esencial.
Eso mismo, por otra parte, le hace cercano; es bien fácil simpatizar con él. No quiso convertir a nadie, solo al lobo. Lo que tampoco hizo fue abanderar el ejército de los espirituales y de los pobres voluntarios, a cuyo lado peregrina, pero que rebasa por todos los costados.
Aun en sus limitaciones, Francisco y el franciscanismo realizaron en su tiempo y simbolizan todavía hoy un evangelio de la pobreza de singular dignidad entre todas las herencias evangélicas... En esa vida evangélica o, en mejor nombre, franciscana, el grado superior o "santidad" consiste en colocarse al lado de los más necesitados, vivir como ellos y con ellos, sin tratar de convertirlos, de salvar sus almas.
En grado no tan alto y, sin embargo, digno, hay hombres y mujeres que ante la enfermedad y la miseria, "no pudiendo ser santos, se esfuerzan por ser médicos" (2).
Alfredo Fierro
Después de Cristo
Pág 205ss
Editorial Trotta
Gràcies per la visita
Miquel Sunyol sscu@tinet.cat 6 agost 2018 |
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Francesc d'Assís no fou ni el primer ni l'únic
Postil·la 2
Un esboç de la participació de les dones en els moviments religiosos dels segles XI-XII, després de la lectura de Vida de San Francisco de Raoul Manselli
Postil·la 3
La mística franciscana de pobreza y conversión, encontró en los textos de Joaquin de Fiore (1130-1202) cierto apoyo ideológico, El joaquinismo marcó la visión de muchos misioneros del siglo XVI, y estaba presente -a veces discreta, otras explícitamente- en las discusiones entre "conventuales" y "espirituales".
Según J. de Fiore, hay una correspondencia entre el Antiguo y Nuevo Testamento. La historia joaquinita se desarrolla en tres grandes períodos. Al tiempo de la "letra del Antiguo Testamento" -de Adán a Cristo, la regencia de Dios Padre- siguió el tiempo de la "letra del Nuevo Testamento", el tiempo de la Iglesia seglar y clerical, bajo la égida de Cristo y hasta el siglo XIII. El último, según J. de Fiore, es el de la "comprensión espiritual"; es el tiempo de la iglesia espiritual, guiado por el Espíritu Santo que actúa por medio de los religiosos. Este tiempo será el tercer milenio, que sólo podrá instaurarse luego de la destrucción de la "Nueva Babilonia", o sea de la iglesia sacerdotal y jerárquica, y luego de la conversión y la desaparición de aquellos que aún no conocen o reconocen al Cristo (los moros, los judíos, los paganos)
El tercer milenio será un reinado monástico del "evangelio eterno", de la caridad pura, la comunión de bienes y los pobres. La Nueva Jerusalén será construida por los pobres.
Esta mística joaquinita milenarista movió a los misioneros franciscanos que llegaron a México, en su mayoría proviniendo de, o influenciados por la provincia reformada de San Gabriel en Extremadura, donde se vivió la "estricta observancia". Su fundador, fray Juan de Guadalupe, consiguió en 1519 -en el mismo año que Cortés, el Viernes Santo, entró en tierras mexicanas- el reconocimiento de la independencia de esta provincia franciscana, escapando así por cierto tiempo a las interferencias episcopales, imperiales y de las "moderaciones" de los propios frailes conventuales
El primer provincial de San Gabriel, Fray Martín de Valencia, lideró también, aunque ya tenía 50 años, al grupo de los "Doce apóstoles" que vino a la Nueva España a pedido de Cortés, para convertir a los "infieles" del México conquistado. De los diez años de vida que aún le quedaban, Fray Martín quedó seis como guardián/provincial de este nuevo territorio, que más tarde se convertiría en la provincia del "Santo Evangelio"; cuatro años más tarde fue el custodio de Tlaxcala. De los "tres interpretes que Fray Martín tuvo, todos "llegaron a frailes", nos cuenta fray Motolinía, uno de los doce, hablando de la eficacia de su superior
La coyuntura histórica del siglo XVI, era extremadamente favorable a una utopía articulada entre la visión joaquinita de la historia, la práctica franciscana de San Gabriel siempre en busca de los orígenes apostólicos del cristianismo condensado en el binomio "pobreza y conversión", y el papel apocalíptico de "un nuevo Dux de Babilonia" atribuido a Cortés.
La mística profética animaba a los frailes a poner el quinto reino de Nabucodonosor (Dn 2, 44) en correspondencia histórica con el "reino de Cortés" y con el "Quinto Sol" de los Aztecas. Al mismo tiempo utilizaron el DeuteroIsaías (Is 40-55) para consolar a los indios, para iluminarlos sobre la "nulidad de sus ídolos" y sobre las tinieblas en que habitaban, y para despertar esperanzas de un nuevo proyecto histórico.
A partir de esta emergencia histórico-milenarista se comprenden el bautismo de masas, sus luchas iniciales contra la instalación de una jerarquía eclesiástica y contra los cobros de diezmos. El gobierno de los frailes representaría el regreso al "ideal tribal".
El espíritu comunitario, la pobreza y sencillez de los indios cuya bondad natural contrasta en la primera literatura misionera con la avidez y codicia de los españoles, parecían señales evidentes de la inminencia del tercer milenio o, en la "revelancia extática" que tuvo Martín de Valencia, de la "última edad del mundo".
Extractes de Paulo Suess
La Nueva evangelización
Desafíos históricos y pautas culturales
Ed. Abya-Yala 1993 (9978-04-013-7)
El Liber concordiae novi ac veteris testamenti de J. da Fiore, fou publicat el 1519, poc abans de la conquesta de l'imperi asteca per Cortès, i uns anys més tard, el 1527, fou impressa la seva introducció al llibre de l'Apocalipsi