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Anar a Pòrtic
de n'Alfredo Fierro
Com ja he dit altres vegades, la presentació per part meva del text d'un autor no vol dir la meva adhesió, sinó, tot simplement, és una invitació a la seva lectura i reflexió.
Cabe preguntar hasta qué punto todos esos pueblos europeos y americanos asimilaron en verdad la fe evangélica, en qué medida Europa y, más tarde, América han sido genuinamente cristianas. Lo han sido, desde luego, por cuanto los sacramentos y otros ritos eclesiásticos jalonan la vida cotidiana y el ciclo vital de las gentes (no hay cementerios ni matrimonios civiles). Además de eso, entre los siglos XI y XVIII se compone un impresionante patrimonio artístico cristiano, que asimismo trasluce la impregnación de la sociedad por la religión.
Algunos historiadores, empero, desconfían del calado de la cristianización medieval y cuestionan el cliché de cristiandad. Son advertencias oportunas, que invitan a prudencia y finura de matices al resumir la situación, que de todos modos puede compendiarse en un par de tesis: ciertamente, por comparación con nuestros días, Europa fue cristiana, mucho más cristiana que ahora, cuando apenas ya lo es; por otro lado y sin embargo, no estuvo tan cristianizada como se supone; ni lo estuvo con igual intensidad en todas partes a lo largo de la entera época de presunta cristiandad.
La tesis de que Europa no fue jamás, en verdad y en profundidad, cristianizada ha sido no solo sostenida sino también forzada hasta lo insostenible, desde una disciplina o, más bien, desde un enfoque de tendencia confesional: la "sociología religiosa". Esta sociología de tinte religioso ha oficiado para fines ajenos a la ciencia, entre ellos, el pertinente aquí: para rebajar la alarma de la descristianización gracias a suponer que: 1) "no hay siglo de oro en la Iglesia", y que 2) "el mundo jamás ha sido cristiano", solo con un "cristianismo superficial", epidérmico. Son dos suposiciones que conviene no mezclar y que, además, necesitan puntualizaciones específicas.
Respecto a la primera suposición, y en contra suya, resulta sorprendente ver cuestionado que haya habido un siglo cristiano de oro y hasta más de uno: los dos siglos transcurridos desde Francisco de Asís hasta Tomás de Kempis […]
Si a un periodo en el que están Tomás de Aquino y toda la Escolástica, Catalina de Siena, Eckhart y un plantel de místicos, un periodo en que se escribe la divina comedia y casi todo el arte es religioso, no se le reconoce como siglo de oro de la fe, ¡habrán de decirnos qué sociedad y qué época merecen medalla áurea en alguna cualidad!
En cuanto a la segunda, es bien difícil sostener en serio que el mundo nunca ha sido cristiano. Depende, claro está, de lo que se entienda por cristiano. Seguramente no lo ha sido en la acrisolada forja que los santos Pablo, Juan y Agustín, e igualmente los más celosos misioneros hayan apetecido. […]
Los evangelistas y los apóstoles se hubieran quedado de piedra al ver el sórdido materialismo no solo de los cristianos o, más bien, simples bautizados, sino también el de los clérigos y los obispos en los tiempos que se reputan dorados para la iglesia.
De esto, sin embargo, a cuestionar que Europa haya sido cristiana media mucho trecho, demasiado; y conduce a -o deriva de- un purismo elitista y esencialista al caracterizar lo cristiano.
Queda un resto de verdad: el cliché de una civilización cristianísima en la Europa medieval ha de acogerse con toda suerte de reservas; apenas vale más que para los siglos centrales de la Baja Edad Media, los de pujanza de la vida monástica y de las teologías, periodo, además, en que personalidades religiosas inciden de manera notable en la vida pública, en la política y en la cultura.
En esos siglos y todavía en el barroco, el cliché vale más para los estratos sociales elevados que para el pueblo llano, supersticioso casi siempre, crédulo en la magia, con escasa participación en el culto, y al que una y otra vez hay que ilustrar, adoctrinar, catequizar. Junto a fiestas y prácticas de significación cristiana, el pueblo se aplica a otras de cariz pagano: carnavales, fiestas de locos, danzas de la muerte, y no solo superstición y magia.
En una sociedad en que fe cristiana y cristiandad parecen abarcarlo y empaparlo todo, queda mucho fuera de ella, al margen de su imponente fachada. Quedan siempre, desde luego, incluso entonces, algunos fenómenos de bulto y no meramente residuales.
El primero de ellos es que la fe no llegó a tocar regiones enteras de Europa. Lo ha expresado de modo inmejorable el italiano Carlo Levi en cristo se detuvo en éboli (1). Muchas "Ébolis" hay en Europa y no solo en América, adonde el cristianismo llegó bastante tarde y con penetración menor: lugares jamás tocados de cristianismo, salvo por la desgracia de conquistadores enemigos, que blandían el acero a la vez que la cruz. Esta es, por cierto, la otra faceta de la cristianización de Europa y de muchas regiones en América: no ya que los pueblos hayan asimilado la fe, sino que la Iglesia se los ha tragado a ellos, se los ha apropiado.
Ha tenido la Iglesia buen estómago -dice con sarcasmo el Mefistófeles de Goethe-; ha devorado países enteros y no ha sufrido por ello la menor indigestión.
Entre las "Ébolis", nunca o apenas pisadas por la evangelización, ha estado siempre la etnia gitana y, más tarde, la clase trabajadora, emergente en la industrialización del siglo XIX. La Iglesia había cristianizado a las clases altas y a los campesinos; lo hizo luego con la burguesía en el período de auge comercial de las ciudades. Se hizo con ellas, las deglutió y las retuvo hasta el siglo XIX, aunque tampoco del todo.
Ya en este siglo, dentro de la propia burguesía media y alta, observante de una religiosidad solo rudimentaria, muchos hombres, imbuidos de un pragmatismo agnóstico no siempre declarado, aun sin apostatar, no frecuentan el templo y son anticlericales. Su permanencia, de inercia, en un credo mínimo o en la "fe del carbonero" permite que, de momento, desde la iglesia oficial, por debajo del anticlericalismo rampante, no se advierta una descristianización de calado, sino solo "des-catolización" o indiferencia hacia la iglesia. No ha sido esta una visión del todo equivocada. Durante el siglo XIX y buena parte del XX, en la clase intelectual y dirigente prevalece una actitud no siempre de agnosticismo o ateísmo, pero sí, esto casi siempre, de un anticlericalismo de inspiración incluso a veces religiosa y también cristiana, que, por tanto, no cabe confundir con anticristianismo. Para este tiempo valen las palabras bien francas de Julian Sorel, el protagonista de el rojo y el negro de Stendhal: "¿Cómo es posible creer en ese gran nombre de Dios después del abuso que hacen de él nuestros sacerdotes?"
Ha habido, además, desde el siglo XVIII "cristianos sin Iglesia" (2); personas religiosas que han ido por libre, sin ataduras de pertenencia confesional. Pero junto con este último fenómeno, propio de intelectuales y artistas o, si acaso, asimismo de la alta burguesía, la Iglesia no consiguió nunca involucrar de verdad a la nueva clase ascendiente, la de los trabajadores, que jamás llegó a ser evangelizada.
Cabe preguntarse, entonces, si ha de hablarse de descristianización moderna o, más bien, de no cristianización en el Medievo. Adhiriéndose a esta segunda alternativa, asimismo el historiador católico Delumeau (nascut el 1923) (3) denuncia el lugar común y "leyenda" de una "Edad Media cristiana", y la tendencia a magnificar la intensidad de la fe de entonces, así como también, y en consecuencia, el diagnóstico de su declive posterior. Incluso a comienzos del siglo XVI, Europa era, a su juicio, casi un país de misión. Ahora bien, resaltar que no fue tan cristiana toda una clase social o una sociedad encierra truco y apunta a un objetivo: que luego no resulte alarmante la descristianización sobrevenida.
Varias sutiles distinciones, pues, y en suma, se aderezan para que no cunda el pánico: la de diagnosticar solo anticlericalismo y no anticristianismo; la de hablar de "no cristianización" en vez de "descristianización". El desafecto hacia la Iglesia llega incluso a ser atribuido a la santa cólera de un pueblo rabiosamente religioso que se siente abandonado y decepcionado por los eclesiásticos. Todos esos juegos de manos, de palabras, no quitan, sin embargo, un hecho incontestable. Mientras que durante los mil años del Medievo frailes misioneros cristianizaron a nuevos pueblos y grupos sociales, y todavía durante un par de siglos más hicieron otro tanto en el Nuevo Mundo, a partir de un cierto momento, alrededor de 1750, ha concluido la epopeya de la misión cristiana. Al margen de discusiones conceptuales sobre genuina cristianización y/o posterior descristianización, ahí está el hecho indiscutible.
Postil·la 1
Nos encontramos a punto de llegar a una conclusión que a muchos aún les parece revolucionaria: ¿acaso no sería simplemente una leyenda la "edad de oro" del cristianismo medieval? ¿No se ha confundido la religión de la masa de los habitantes de Occidente con la de una élite de clérigos? Partiendo del postulado de que el cristianismo alcanzó un notabilísimo nivel durante el siglo XII y XIII, se ha creído en la existencia de una decadencia posterior, contra la que se habría alzado la Reforma protestante, y a continuación la Reforma católica. Pero, ¿acaso es válido el postulado inicial?
Podemos distinguir sumariamente tres planos culturales distintos en las poblaciones de épocas pasadas. Por una parte, una élite; por otra parte, una amplia fracción de habitantes de las ciudades entre los que se fue difundiendo progresivamente en los siglos XV a XVIII una instrucción, al menos rudimentaria, gracias a la multiplicación de libros y de pequeñas escuelas; y finalmente, las capas rurales, frecuentemente sumidas en la ignorancia.
Puesto que la población rural constituía la inmensa mayoría en Europa, queremos presentar a título de guía para la investigación la siguiente hipótesis: en la época inmediatamente anterior a la Reforma, el occidental medio se hallaba cristianizado sólo superficialmente. En tales condiciones, ambas reformas, la de Lutero y la de Roma, han de ser consideradas como dos procesos aparentemente opuestos, pero cuyos objetivos convergían finalmente en un intento de cristianización de las masas y espiritualización del sentimiento religioso.
El catolicismo de Lutero a Voltaire
Pàg. 196ss
Así, pues, es necesario volver a considerar en este punto las afirmaciones capitales de Gabriel Le Bras: "Descristianización es una palabra falaz, ya que la práctica sólo es uno de los signos de la adhesión religiosa, tal vez el más visible, pero también el más superficial". Se ha confundido sociedad cristiana e iglesia oficial. Es la religión personal, y no la práctica, la que nos da testimonio del grado de cristianización. Hablar de descristianización es, pues, proponer un problema histórico y suponer que el conjunto de la población estaba efectivamente cristianizada antes del comienzo de la era industrial.
El catolicismo de Lutero a Voltaire
Pàg. 277
...y he propuesto finalmente una tesis que, por el hecho de chocar con las concepciones más extendidas, debería fecundar la investigación. Para mí, la "Edad Media cristiana", al nivel de las masas -esencialmente rurales , es una leyenda que tiene siete vidas. Y si es cierto que la leyenda existe, las dos Reformas -la de Lutero y la de Roma- constituyeron, a pesar de las recíprocas excomuniones, dos aspectos complementarios de un mismo proceso de cristianización. Adoptar este punto de vista, que el estudio de la mente colectiva debería confirmar, es acometer una lectura nueva de toda la historia moderna de Occidente.
La verdad es que las dos Reformas que se creyeron y se quisieron enemigas, y de las que solamente ahora percibimos los puntos de semejanza, sacaron su sustancia de un pasado común, un pasado hecho indudablemente de miserias y "abusos" de todas clases, pero también de esfuerzos para renovar la piedad volviéndola más personal a nivel de la élite y más viva a nivel del pueblo.
En el momento preciso en que los "abusos" se multiplicaban -acumulación de beneficios, encomienda, laicización creciente y vida cada vez más mundana del alto clero, absentismo e ignorancia de los pastores- nacía la Devotio moderna. Por diversas razones, Lutero (1483-1546)y Bérulle (1575-1629), Erasmo (1466-1536) y San Ignacio (1491-1556) fueron herederos de la Devotio moderna. Ésta constituía ciertamente un alimento espiritual para las almas escogidas. Pero nunca se había predicado tanto al pueblo como en el siglo XV. Cuando Lutero, Calvino (1509-1564) y los padres del Concilio de Trento insistieron para que la palabra de Dios fuera enseñada a los fieles, se situaron en la estela de los grandes predicadores de la Prerreforma: Juan Huss (1369-1415), Bernardino de Siena (1380-1444), Savonarola (1452-1498), etc.
El catolicismo de Lutero a Voltaire
Pàg. V i 3
En los países recuperados por las autoridades católicas, éstas siguieron el programa que Ignacio de Loyola trazó ya en 1554, en la célebre carta dirigida a Pedro Canisio, apóstol de Alemania.
Al dictar esas instrucciones que acabamos de leer, San Ignacio caminaba en el sentido deseado por la Iglesia romana de su tiempo. Paulo III había creado en 1542 la Congregación de la Inquisición, y ésta ocasionó la huida de Italia de todo un grupo de humanistas heterodoxos.
En 1564, Pío IV, siguiendo las recomendaciones de las sesiones XVIII y XXV del Concilio de Trento, publicó un primer Index de libros prohibidos.
El Concilio de Trento fue uno de los puntos culminantes de la historia del mundo católico. "Cuanto más lo estudiamos..., mejor comprendemos su extraordinaria importancia en la vida íntima de la Iglesia". Fue el vasto crisol donde se confirmó y perfeccionó la purificación..., el punto de reunión de todas las fuerzas católicas de la Reforma, la abrupta afirmación de posiciones antiprotestantes. Para rechazar con más fuerza la justificación por la fe sola, exageró el valor de las obras y desarrolló la noción de mérito. El Concilio, frente a Lutero y Zuinglio, que se habían burlado de las indulgencias y de las peregrinaciones, frente a Calvino, que había ironizado sobre las reliquias, mantuvo todas las formas tradicionales de piedad; confirmó también el culto a las imágenes.
Por temor a favorecer la idea luterana del sacerdocio universal de los fieles -escribe L.E. Halkin (12)-, no quiso acercar el celebrante a los asistentes; mantuvo de hecho la misa como un espectáculo piadoso. Por esto el Concilio exaltó el ceremonial y lo justificó, con argumentos psicológicos.
El concilio no sólo conservó los siete sacramentos, sino que rechazó también la comunión bajo las dos especies, querida por Lutero y antaño concedida a los utraquistas de Bohemia. La "presencia real" fue afirmada con fuerza frente a las teorías zuinglio-calvinistas. Altares monumentales y grandiosas procesiones simbolizaron el triunfo del Santísimo Sacramento contra la herejía, "con objeto de que los adversarios sean confundidos por su gloria o llevados a renegar de sus errores". Pero no se concedió a los laicos ni la Biblia ni la misa en lengua vulgar. Para oponerse más rotundamente al protestantismo, el arte de la Contrarreforma inventó el confesionario, exaltó a la Virgen y a los santos y opuso el "triunfalismo católico" a la modestia y desnudez de la Reforma.
Allí donde la situación política lo permitía, la Iglesia romana empleó para la reconquista de las almas los más diversos métodos: aquí la dureza recomendada por Ignacio de Loyola; en otros sitios, la persuasión que practicaba Francisco de Sales (1567-1622) cuando fijaba proclamas en la puerta de los protestantes de Thonon. La Iglesia romana multiplicó las diócesis, construyó o reconstruyó templos, creó seminarios, universidades y colegios, y utilizó la incansable y fiel actividad de las órdenes religiosas. Jesuitas y capuchinos fueron excelentes agentes de la reconquista. El padre José seguía los ejércitos de Luis XIII durante las guerras de religión que asolaron nuevamente Francia entre 1620 y 1629, y se esforzaba por fundar conventos de capuchinos en cada ciudad reocupada por las tropas reales. Los jesuitas se establecieron en las regiones francesas de mayor influencia protestante.
La Reforma
Nueva Clío nº 30
Barcelona (1977)
Postil·la 2
Pienso en esas ideas religiosas que -bajo su formulación más radical- sostienen en principio que existe un antagonismo constante entre los valores fundamentales del cristianismo y la colectividad eclesiástica, al menos aquella que se califica a sí misma de mandataria visible de los bienes invisibles y de las gracias divinas. Esas ideas consideran en bloque la vida religiosa organizada en torno a cualquier fórmula confesional y conjunto de rituales y sacramentos como algo que forma parte del mundo corrompido de la naturaleza. (Pág. 8)
Los cristianos sin Iglesia tienen el ideal de una vida religiosa que se esfuerza obstinadamente en afirmar su propia autenticidad mediante la negación de su cuerpo social visible. Están abocados al fracaso histórico, ya que su tendencia constitutiva les priva, en virtud de su misma naturaleza, de toda eficacia social. Su pensamiento, al encerrar la negación fundamental de la idea misma de Iglesia, "debe ser" hereje. (Pág 9)
El "cristianismo no confesional" es la oposición a la subordinación de la conciencia religiosa a las estructuras hierocráticas. Esta oposición supone la presencia de valores religiosos -que se han vuelto autónomos- en la conciencia social. El "cristianismo no confesional" es un fenómeno que renace periódicamente. (Pág. 39)
Los movimientos anticonfesionales, por lo que se refiere a las ideas que contienen, constituyen tentativas diferentes para establecer los valores religiosos en formas absolutamente "depuradas" e independizadas de la vida temporal. Son un ejemplo de aquel deseo de autenticidad que sólo puede realizarse en un movimiento de huida fuera del mundo. "La autenticidad como huida", tal es la fórmula que resume del modo más general este estilo ideológico. (Pág 47)
Y si tenemos en cuenta que las posibilidades de un movimiento que por principio quiere ser no confesional (sin Iglesia ni aparato propios) resultan ser mínimas al enfrentarse con un movimiento organizado, era así como se planteaba en realidad la alternativa: o dejarse destruir o degenerar. (Pag. 56)
Leszek Kolakowski
Cristianos sin Iglesia.
La conciencia religiosa
y el vínculo confesional en el siglo XVII
Taurus. (1982)
Postil·la 3
Artículo de José M. Vigil: Propuesta a la Teología de Quebec
Se puede decir que en el Quebec actual, durante el proceso que se ha dado en llamar de la "Révolution Tranquille" (RT), un 70 u 80% de la población se ha apartado de las Iglesias.
Gràcies per la visita
Miquel Sunyol sscu@tinet.cat 11 abril 2017 |
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