Safiya Alba a los pies del Limoncito en alba.
Cristina, manojo de piedad en cada aurora, jamás a la tristeza le hizo caso y
en su jardín —capricho de pintor— cupo frondoso hasta el amor del mar. En Los
Alpes, Pía, puro corazón de nieve, harina pura. La rubita nacarada del Café
Conti, asombro de otro encuentro. Akerópita, la pintada por los dioses, en el
Café Bottini, iluminando a Vercelli todavía. Javiela, con la madeja azul de
su rosario, ensalmando a la luna sin alarde. Josefa, la que gracia escondía
en su fiereza niña, la infinita lejura en horizonte, cuando la suerte nos
lanzó al camino. Jacinta, doncella alada de la fresca aldea, alegre campanada
en la colina. Ana Rosa, Safiya, a casa abierta, a cuello desplegado, jugando
con el borde de la cera —luna
bailadora— parada en el filo de su hondo o de su muerte, subiendo la cabeza
aunque la degüellen, aunque sea reventada de un hachazo, una pedrada, y sus sesos sirvan de comida al
hormiguero. Florinda quedó dormida en el jardín de sus sueños; al despuntar
de la aurora se despidió de la vida. Marialtaír, mariposa vagando entre las
flores, alondra blanqueando las auroras, la pajarita, envidia de los soles.
Alicia, en el umbral, la sinfonía. Alicia, claridad, destino, río. Ave rara
escondida en la sombra de la luna, tantas veces gozada en los festines
carnales y frutales. Hombre y mujer para la misma siembra, sueño y silbido
para el mismo abismo, amanecer y tarde florecidos. Hembras, hembras, en el
oleaje ronco donde echamos las redes de los cinco sentidos para sacar apenas
el beso de la espuma. Miradlas llenas de honor y de ceniza. Miradlas en los
collados del amor delirante junto al lirio de tallo celestial, junto a los
grandes bueyes de la tierra. Naciendo desde un vientre de espigas
misteriosas, desde un túnel de cálidas penumbras. Nacidas en algún barrio del
pueblo oscuro o la ciudad remota, desde la calle de la melancolía, lluvia
llorando de la sonrisa a los pies, jugándose la vida por el pan de sus
retoños, brotando bajo la luz de la sombra. Yacentes sobre páramos helados,
tendidas en la soledad de la cascada o la llanura; a veces victoriosas, a
veces en la esquina, sentando en la maleta el lagrimón, camino de la guerra,
con la sordina de la retirada. Colinas para jalonar la vida, halando nuestro
asombro a la intemperie. Asomos de humo, párpados de hormiga, andando de
puntillas por la vida. Gotas colgando en el desierto impío. Muchas sin
opción, sin voz, sin derecho ni existencia, consumen agonía, dolor, silencio,
soledad; lidiando enojo, frustración, lamento, horror y pena. Se las explota,
tortura, ataca, ahoga o mata. A pesar del escarnio, agravio, vilipendio,
resisten, luchan, en pie mantienen coraje, grito, rebeldía. Defienden su
destino, la estela luminosamente ardiente de cada fogarada. Se cubren de
palabras buenas. Se arman de altos pensamientos. Disponen de tal modo las
piezas del tablero que siempre dan con el mejor jaque a vida. Cargan con
tanta paz por dentro que ni se sienten cuando arrullan las estrellas.
Reconocen que una buena obra al día basta para estar contentos; dos, para
llegar al hombre; tres, para alcanzar el cielo. Primeras en abrir la aurora.
Últimas en cerrar el día. De cara hacia la noche, luciérnagas en vela. Frente
a las barricadas de miseria, ante la dura ramazón del odio, parten el corazón
a la amargura. Injustamente pisoteadas, avasalladas, lapidadas, decapitadas,
apedreadas, aspiran a que fundemos juntos un hombre, un discurso, un destino,
nuevos. Desnudos o cubiertos, administraremos nuestro canto, conspiraremos
contra el tiempo. Cuando terminen de ser siervas, cuando comiencen a ser
libres, empezaremos a reconocernos, comenzaremos a comprenderlas:
transformadoras de la historia, legendarias y emblemáticas, acicates que nos
aguijan, desnudas ante el doloramor, gemelas impecables de la hormiga,
fraguas de un mundo que ya está naciendo. |