Eco nerudiano A cien años de su
luz Hijo de la lluvia, nacido para nacer, para volver
a ser, debe volver y ser. Para llevar en su mano la paloma que duerme
reclinada en la semilla. Para rodear con su mano la nueva sombra del ala que
crece. Para nacer en los bosques de la ceniza terrestre y tejer los altos
besos del follaje. Debe volver y ser. Tenderse en la noche para que lo
arrastre la rabia del viento, los vientos de la noche, tenebrosa de vientos.
Vientos de la aurora del verbo. Árbol de largas ramazones, con los ávidos ojos
florecidos de lejanía, ilumina las palabras, con su silencio mineral de
tiempo y de especie, de fuego, brasa y espíritu, de agua, estrella y dolor.
Corazón de pan, de harina de trigo rumoroso, que el tiempo lava y
desenvuelve, ordena y continúa, su poesía parte y regresa. En la casa de su
poesía no permanece nada sino lo que fue escrito con sangre para ser
escuchado por la sangre. Su poesía regional, dolorosa, lluviosa
—lluvia y humareda— tuvo siempre confianza en el hombre. Su único
personaje inolvidable fue la lluvia. Fue galopando en el viento sobre el
caballo de la lluvia. Su poesía, venida de alturas
insondables, secreta y oscura, en sus orígenes, solitaria y fragante,
como el río, busca ruta entre los montes y sacude su canto cristalino en las
praderas. Riega los campos y da pan al hambriento. Camina entre las espigas,
semillas para Canto y fecundación, la poesía trabaja haciendo
harina. Es una insurrección. El poeta, el hombre que nos entrega el pan de
cada día; el panadero más próximo, que no se cree dios. Nuestras estrellas
primordiales, la lucha y la esperanza, si queremos que florezca la oscuridad.
Al poeta —nos reclama— debemos exigirle sitio en la calle y en el
combate, así como en la luz y en la sombra. El honor de la poesía fue salir a
la calle, fue tomar parte en este y en el otro combate. No se asustó el poeta
cuando le dijeron insurgente. La poesía es una insurrección. No se ofendió el
poeta porque lo llamaron subversivo. Esperamos cada día cambios inmensos;
vivimos con entusiasmo la mutación del orden humano: La primavera es
insurreccional. No vivió en sí mismo; vivió la vida de los
otros. Su vida, una vida hecha de todas las vidas: las vidas del poeta. Quien
no conoce el bosque nerudiano, no conoce este
planeta. Su ambición, una poesía que englobara, no sólo al hombre sino a la
naturaleza, a las fuerzas escondidas; una poesía epopéyica
que se enfrentara con el gran misterio del universo y también con las posibilidades
del hombre. Con las palabras, las que cantan, las que suben, las que
bajan… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se
escuchan, hasta que de pronto caen… Su poesía, grandiosa, de dimensiones
sobrehumanas. Siempre, un acto de paz. El poeta nace de la paz como el pan
nace de la harina. Su poesía procede de la oscuridad del ser que va paso a
paso encontrando obstáculos para elaborar con ellos su camino. La poesía
—advierte— no muere, tiene las siete vidas del gato. La molestan,
la arrastran por la calle, la escupen y la befan, la limitan para ahogarla,
la destierran, la encarcelan, le dan cuatro tiros y sale de todos estos
episodios con la cara lavada y una sonrisa de arroz. Su camino se junta con el camino de todos. De
pronto ve que desde el sur de la soledad ha ido hacia el norte que es el
pueblo, el pueblo al cual su humilde poesía quisiera servir de espada y de
pañuelo, para secar el sudor de sus grandes dolores y para darle un arma en
la lucha del pan. No busca el misterio, es el misterio. Su poesía es parte
material de un ambiente infinitamente espacial, de un ambiente a la vez
submarino y subterráneo. Conversa a pleno día con fantasmas solares, explora
la cavidad del material escondido en el secreto de la tierra, determina las
relaciones olvidadas del otoño y del hombre. Alta ciudad de piedras escalares. Madre de
piedra espuma de los cóndores. Alto arrecife de la aurora humana. Escala
torrencial párpado inmenso. Ola de plata dirección del tiempo. Campana
patriarcal de los dormidos. Sube conmigo amor americano. Yo vengo a hablar
por vuestra boca muerta. A través de la tierra juntad todos los silenciosos
labios derramados. Afilad los cuchillos que guardasteis, ponedlos en mi pecho
y en mi mano, acudid a mis venas y a mi boca, hablad por mis palabras y mi
sangre. América en tu mano, Amerikúa, canto
de sol y terribles presagios, noche triste de espigas y de versos negros, no
se rinde la novia sumergida. En la garganta pastoril de América, en
el sur los dignos antepasados de tu estirpe se
remontan a las alturas de Los Andes, se codean de tú a tú con los cóndores, para
encontrarse verso a verso entre tus fauces, piedra
con piedra en tu mundo hijo de Wiracocha, de
Moctezuma, Guaicaipuro. Estrella
dulce aquella diosa india. América enterrada, guardaste tanta hambre, águila
herida, habla con las palabras de la sangre, acude
a las venas de la lucha, entre hierros y volcanes derramada la
herida, se hace un silencio de agua diluido en la
esperanza. Esperó largo tiempo, solo, con el corazón
acongojado por la oscuridad de la noche extranjera. De pronto apareció una
luz y otra luz. El camino se llenó de luces. Presenció las maravillosas
danzas rituales y escuchó hasta que salió el sol la deliciosa música que
invadía el camino. El poeta no puede temer del pueblo. La vida le hizo una
advertencia, le enseñó para siempre una lección: la lección del honor
escondido, de la fraternidad que no conocemos, de la belleza que florece en
la oscuridad. Subió hasta las ruinas de Macchu
Picchu. Se sintió infinitamente pequeño en el
centro de aquel ombligo de piedras; ombligo de un mundo deshabitado,
orgulloso y eminente, al que de algún modo él pertenecía. Sintió que sus
propias manos habían trabajado allí en alguna etapa lejana, cavando surcos,
alisando peñascos. Encontró en
aquellas alturas difíciles, entre aquellas ruinas gloriosas y
dispersas, una profesión de fe para la continuación de su canto. Del aire al
aire, como una red vacía, fue entre las calles y la atmósfera, llegando y
despidiendo. Puso la frente entre las olas profundas, descendió como gota
entre la paz sulfúrica, y, como un ciego, regresó al jazmín de la gastada
primavera humana. Su poesía y su vida transcurrieron como un río
americano. Su poesía no rechazó nada de lo que pudo traer en su caudal; aceptó
la pasión, desarrolló el misterio, y se abrió paso entre los corazones del
pueblo. Le tocó padecer y luchar, amar y cantar; le tocaron en el reparto del
mundo, el triunfo y la derrota, probó el gusto del pan y el de la sangre. Su
premio, ese momento grave de su vida, cuando en el fondo del carbón de Lota, a pleno sol en la calichera abrasada, desde el
socavón del pique subió un hombre como si ascendiera desde el infierno, con
la cara transformada por el trabajo terrible, con los ojos enrojecidos por el
polvo, y, alargándole la mano endurecida, le dijo con ojos brillantes:
“te conocía desde hace mucho tiempo, hermano”. Ése el laurel de
su poesía: ese agujero en la pampa terrible, de donde sale un obrero a quien
el viento y la noche y las estrellas de Chile le han dicho muchas veces:
“no estás solo; hay un poeta que piensa en tus dolores”. Se consustanció con su pueblo. De ahí que
afirmara rotundamente: “Asumí el deber antiguo de los poetas: la
defensa del pueblo, de la pobre gente explotada.” “El amor debe
poner sobre la mesa sus cartas de fuego.” Aspiró a que cada uno de sus
cantos sirviera en el espacio como signo de reunión donde se cruzaran los
caminos. De ahí que un día y siempre se encontró con el partido, su partido.
El que le dio la rectitud que necesita el árbol. Le enseñó a dormir en las
camas duras de sus hermanos. Pero sobre todo le hizo ver la claridad del
mundo y la posibilidad de la alegría. El que le convenció de que él no
terminaba en sí mismo. Por eso, en Estocolmo declaró tajantemente: ... En la verdad o en el error, hasta
sus últimas consecuencias, decidí que mi actitud dentro de la sociedad y ante
la vida debía ser también humildemente partidaria. Lo decidí viendo gloriosos
fracasos, solitarias victorias, derrotas deslumbrantes. Comprendí, metido en
el escenario de las luchas de América, que mi misión humana no era otra sino
agregarme a la extensa fuerza del pueblo organizado, agregarme con sangre y
alma, con pasión y esperanza, porque sólo de esa henchida torrentera pueden
nacer los cambios necesarios a los escritores y a los pueblos. Y aunque mi
posición levantara y levanta objeciones amargas y amables, lo cierto es que
no hallo otro camino para el escritor de nuestros anchos y crueles países, si
queremos que florezca la oscuridad, si pretendemos que los millones de
hombres que aún no han aprendido a leernos ni a leer, que todavía no saben
escribir ni escribirnos, se establezcan en el terreno de la dignidad sin la
cual no es posible ser hombres integrales. Yo escogí el difícil camino de una
responsabilidad compartida y, antes de reiterar la adoración hacia el
individuo como sol central del sistema, preferí entregar con humildad mi
servicio a un considerable ejército que a trechos puede equivocarse, pero que
camina sin descanso y avanza cada día enfrentándose tanto a los anacrónicos
recalcitrantes como a los infatuados impacientes. Porque creo que mis deberes
de poeta no sólo me indicaban la fraternidad con la rosa y la simetría, con
el exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con las ásperas
tareas humanas que incorporé a mi poesía. Sucede que voy a vivirme —nos
reitera—. Sucede que soy y que sigo. Se trata de que tanto he vivido que quiero vivir otro tanto. Déjenme solo con el
día. Pido permiso para nacer. Para nacer he nacido. Para volver a ser. Debo
volver y ser. Volver a ser furia y perfume. ¿Quién puede enseñarme a no ser,
a vivir sin seguir viviendo? Fui de rumbo en rumbo, con calor, con frío y con
prisa y todo lo que no vi lo estoy recordando hasta
ahora, todas las sombras que nadé, todo el mar que me recibía… Estoy en
mi sitio de siempre. Tengo un árbol con tantas hojas que aunque no me jacto
de eterno me río de ti y del otoño. Yo llegaré con mi equipaje a cosechar el
primer vino en los sombreros del Otoño. Alguna vez si
ya no somos, si ya no vamos ni venimos, estaremos juntos, extrañamente
confundidos. En América sacudida por tanta amenaza nocturna no hay luna que
no me conozca, ni caminos que no me esperen… el movimiento perpetuo de un hombre claro y
confundido, de un hombre lluvioso y alegre, enérgico y otoñabundo…
El pueblo me identificó y nunca dejé de ser pueblo.
A
puro sol escribo, a plena calle, a pleno mar, en donde puedo canto, sólo la
noche errante me detiene… Y no me canso de ir y de volver, no me para
la muerte con su piedra… y sé que sigo y sigo porque sigo y canto
porque canto y porque canto… A plena luz camino por la sombra... Ni un hombre más que pase sin que reine. Ni
una mujer sin su diadema… Creo
que los que hicieron tantas cosas deben ser dueños de todas las cosas. Y los
que hacen el pan deben comer! Y deben tener luz los
de la mina! Y
de alguna manera decidir dónde plantar los árboles, de nuevo. Compatriotas del mundo,
kinchiltunes de amor, llegó la hora del trece,
calendario perfecto de los tiempos de la serpiente de plumas encantadas,
hasta las hondas lejanías del guillatún. La machi está alegre por el
vendaval mientras él viene del surco del sentir, llega a la tierra de su voz
para cantar una canción desde sus alas crecientes. Dice amor y el mundo se
puebla de palomas. De suavizadísimos vestigios construyó con hacha, cuchillo,
cortaplumas, madererías de amor y edificó pequeñas casas de catorce tablas
para que en ellas vivieran los ojos de su amada, el volumen azul de su
dulzura, y allí donde respiran los claveles desplegará un traje que resista
la eternidad de un beso victorioso. Algo pasa y la vida
continúa, ya todo lo que falta será azul, lo que ya necesita es florecer. Y
eso es trabajo de la primavera. Nacido para nacer, para volver a ser, debe
volver y ser. Como una vieja lágrima enterrada que vuelve a ser semilla. Canelo, relámpago, raulí, siempre junto a su
pueblo, su camino, su palabra, su esperanza y el azul de todo lo que falta,
no tiene más remedio que vivir. Este presente liso como una tabla, fresco, esta hora, este día limpio
como una copa nueva. Álzalo. Ofrécelo a la vida. Llévalo a la calle y al jardín.
Paséalo. Ponlo frente al sol. De cara al porvenir. En santa paz. Tintinéalo.
Recuérdalo. Nada en él de cobarde o de maldad —del
pasado no hay una telaraña—. Fanal, aurora, amanecer,
camino. Un camino entre el vientre de la hoja. Camino caminando con el viento
o viento deshojado en el camino.
Sube en el presente, peldaño tras peldaño, firmes los pies en
la madera del presente, hacia arriba, hacia arriba no muy alto, tan sólo
hasta que puedas reparar las goteras del techo, no muy alto, no te
vayas al cielo, alcanza las manzanas, no las nubes, ésas
déjalas ir por el cielo, irse hacia el pasado. Alcanza tu mañana.
Arriba! Arriba! Hacia
la estrella! A ésta bájala hasta el suelo! A pesar de huracán o ventisquero, con el arma cargada de
esperanza, al frente, a la vanguardia, de primeros. Álzate temprano. Ábrete
camino. Sube la cima donde ondean —de noche— las luciérnagas. Tú eres tu presente, tu manzana: tómala de tu árbol, levántala en tu
mano, brilla como una estrella, tócala, híncale el diente y ándate silbando
en el camino. Tú eres tu camino, tu aldabón. Ándate silencioso, fraternal.
Asegura, furente, la batalla. Elévate, soldado, en el fragor. A pesar del
presagio, corre, vuela, en el viento, en la sierra, en la arboleda. ¡Tú sólo
eres un sol, alienta, brilla! ¡Tú siempre tu presente, sueña, alumbra! ¡Sube a
nacer conmigo, hermano! Pablo
Neruda, Padre otoñabundo, Vástago de
raigambre diluviana, Fueron tus
resistencias permanentes Camarada, araucano
obligatorio, |