Habemus petroleum —lapsus memoriae— Monstruo Sagrado, venido de las fauces más
insondables de la tierra. Irrumpiste por ente mil vericuetos, echaste a
andar, ennegreciendo todos los caminos. Encumbrado en nuestro Lago, anclaste
en nuestro Río Padre más allá del viento y sus raudales. De pronto todo se
tiñó de polvo. Eran los caminos, los lobos, las jaurías, que salían en busca
de tus huellas, tras su presa nueva. Desoladas quedaron las comarcas.
Tremenda soledad acurrucó los sueños. En los ríos no volvieron a beber las
recuas sudorosas de la hacienda. Hasta los peces se quedaron solos.
Tempestuosa orfandad nubló las esperanzas. Te albergaste en mil cuevas. Y todo fue un mar
de oro en nuestras gentes. Apenas comenzamos a contar tu historia a nuestros
hijos, te apoderaste de todos los cimientos sin que ninguna vereda escapara
de tu paso. Saliste pronto a recorrer el mundo, diciendo que eras nuestro,
siendo hasta ajena la esperanza de tus propios idólatras acampados en tu
sombra. Por ti dejaron de ser las más legítimas estirpes. Sabana, monte,
nube, ventisquero, tus bocas engulleron. Creamos castillos en el aire,
rascacielos en el lodo. Anubladas, las enramadas se murieron. Todo fue gris
en el azul de la colina y la arboleda. Un día el café fundó nuestro destino
hasta que, disfrazado de cabria, despuntó en nuestros mares y echóse a andar,
las guerras en el mundo aparecieron. Entonces tu vientre de tristeza
estremeció. Y vinieron extraños emisarios a exprimir tus vísceras. Un mundo
de celuloide construyeron con tu fuerza y con tu venia. Pueblos, aldeas, metrópolis, encementaron con
tus sobras. Todo fue un bosque de hormigón. Y vino la abundancia, el
despilfarro, el vicio. Y todo lo que tiembla, brilla y muere. Quedó sola la
floresta. Los vientos del Norte trajeron el polen de sus mil patrañas y un
quiste purulento, cancerígeno, en nuestras plantas se incrustó. Empezamos a
morir de pie. Tus botines, los botines de la tierra, conquistados en las más
recónditas simas diluviales, empezaron a arrebatártelos inhumanos, dispuestos
a arrasar con tus comarcas, tus huertas, tus harenes. Tu tierra se cubrió de cieno. Se volvió
lodazal, pocilga, cañería. Todo vino a menos. Fuiste el Monstruo de los Mil
Atajos. Eres el Monstruo de los Mil Caminos. Serás el Monstruo de las Mil
Patrañas. Por ti dejamos huerta y alpargata, se nos olvidó el nombre de las
rosas, los aljibes pasaron a la historia, muy lejos quedaron los caminos, los
caminos que tejen las montañas, que inundan la llanura, que trenzan la
esperanza y el coraje, las pisadas nocturnas del labriego. Muchas noches, te vieron, en grandes orgías,
amanecer entre luces incandescentes de rocolas, después de indescriptibles
bacanales. Danzaste con los mayores de la Tierra. Los cabarés del mundo
ampararon tus apetitos, tus angustias, tus andanzas nocturnales, otoñales.
Iluminaste las noches de Shanghai, París, Tokio, Nueva York y Río. Te pusieron precio, ajustado a todas las cuentas y costos de la bolsa, y
no ha habido día desde que tú existes sin que un cambio no haya habido en la
boca de tus pretendientes; mientras el pueblo tendido ante tu sombra,
bamboleante, quiere verte convertido en pan, tractor, árbol, fuente y todo lo
que dé vida a los que viven o vengan a vivir. Nos liberamos, te liberamos. Sin embargo la
libertad se escapa cada día, se aleja, vuelve, corre, viene, y nunca termina
de quedarse en nuestra casa. Arcas ajenas cuentan con tu consentimiento
mientras las nuestras cada día más desvencijadas. Imperceptibles suelos
deleznables corroen tus entrañas donde tú desde antaño afincas la esperanza,
tus dominios. Dardos divinos de guerra descarrilan tus corrientes
subterráneas. Gigantescas cárcavas en avulsiones enrojecidas afloran en tu
suelo. Definitivamente, Monstruo de las Mil Rarezas,
viniste de la tierra y hacia ella vas. En el aquelarre más turbulento y
tenebroso, te ejecutarán una noche de la que el mundo no se olvidará y menos
los pueblos que te conocieron. Pasada ya tu era, te
evocarán los tiempos como una ave rapaz, de paso, que cargó y acabó con la
conciencia de los hombres, con las cosechas de la aldea. Como una estrella
fugaz que ocultó la lumbre de los árboles. Como un devorador de sementeras
que dejó sin aliento los sueños de los surcos de los bueyes. Como el más
avaro de los dioses de barro que por querer trepar el firmamento, consumido
por las más fulmíneas hogueras, consiguió el más horrendo alcatrazo de la
muerte hasta caer en el abismo de los mares, de donde viene toda vida y a
donde va todo sol. Arrancado del vientre de la noche, la tierra en
tempestuosa fogarada, fecundará millares de arboledas |