A José Ortega, pintor ibero

 

La vida tercamente cargada y explotada:

la fuerza de la tierra surgente: la evidencia,

los hombres alineados como espigas que apuntan

y un mal viento quisiera derribar en miseria.

Mas crecen, siempre, creciendo se reinventan,

no ponen su presencia con dolor trabajada

contra el turbión que azota, parece que les borra.

Mas sólo es un elipse. Y sigue, y dura, y graves

los rostros que carcomen amarguras arcaicas

y el transcurso del llanto que sobre el barro-madre

va señalando surcos y gestos de hombre ibero.

¡Tiren si a tanto llegan, al pimpampum! Veremos.

Aquí están de uno en uno, propuestos, dolorosos,

salidos de la nada, mirándonos de frente,

materia levantada con su herida, luz y ojos,

orgullo y más ¿Qué pasa? duración transcendente,

los hombres del momento, los dioses insurgentes

y aun sin nombre que anuncian los dolores gloriosos.

Unas límpidas gotas, penúltimas, redondas,

como un verso precioso de no resuelta joya,

y a veces sólo sangre, sal y sudor de miedo,

depositan temblando su exceso en un extremo.

¡Disparen pimpampum. Disparen si no advierten

que en esos mil y un rostros, mil y un dioses emergen!

Sobre una horizontal, iguales y distintos,

con toda la tormenta metida en su silencio,

mirándonos de frente, mirando como solo

se mira con el rayo que se para en su exceso,

estos hombres, tus hombres, los hombres cien mil veces,

José Ortega, distintos, mas por igual sufriendo,

los hombres de tus cuadros, el cuadro de mi España,

y yo como un idiota tirado por los suelos,

mordiéndome los puños, pensando mi verguenza,

saliendo de colores, me sacudo los sueños.

¡Disparen pimpampum al pueblo tentetieso!

y contemplen - si pueden - sin temblar su silencio.