TODOS A UNA

 

Cada vez que muere un hombre,

todos morimos un poco, nos sentimos como un golpe

del corazón revulsivo que se crece ante el peligro

y entre espasmos recompone

la perpetua primavera con sus altas rebeliones.

 

Somos millones. Formamos

la unidad de la esperanza.

Lo sabemos. Y el saberlo

nos hace fuertes; nos salva.

Nos sentimos como un golpe

que sin brotar se ha quedado temblorosamente en vilo.

Nos sentimos sin sentirnos,

fabulosamente dulces, dolorosamente ciertos.

Nos sentimos un nosotros. Palpitamos colectivos.

Corazón, corazón,

dulce sol interior,

me iluminas, me envuelves:

soy más de lo que soy.

Cada vez que un combatiente

se desangra, con su sangre derramada yo hago versos,

canto y muero en él creciendo,

digo quién soy, quiénes somos, quién en nosotros, invicto,

testimonia lo perpetuo, sopla espíritu en el fuego.

Yo resucito en los muertos

si los siento en camarada,

y ellos en mí, yo con ellos

permanezca y canto. ¡Canta!

Allá lejos, ¿quién me espera?

Aquí al lado, ¿quién me pide simplemente una mirada

tan terrible, tan difícil

como dar cara diciendo que -perdón- no pasa nada?

Mas le miro y en mis ojos devorantes hay mañana.

Nos alzamos uno en otro.

Somos quien somos: varones

tan seguros de sí mismos

que renuncian a su nombre.

Cada vez que siento en vivo

mi corazón, me pregunto quién me exige más conciencia,

me pregunto quién me llama

o, con alarma, ¿qué pasa?

Mas no pasa, siempre queda y es la unidad que en mí canta.

¿Quién se atreve a condenarnos?

Somos millones, millones.

Somos la luz que se extiende.

¡Miradnos! Somos el hombre.