En un cajón hay un puñal.
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Fue forjado en Toledo, a fines del siglo
pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay;
Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.
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Quienes lo
ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo
buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja
obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.
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Otra cosa quiere el puñal.
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Es más que
una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para
un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un
hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere
derramar brusca sangre.
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En un cajón
del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal
con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el
metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para
quien lo crearon los hombres.
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A veces me
da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente soberbia, y los años
pasan, inútiles.
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